28a semana del tiempo ordinario
Fiesta de san Lucas, evangelista
2Tim 4,10-17b; Sal 145,10-13.17-18; Lc 10,1-9
En el día de la fiesta de san Lucas, escuchamos la carta de san Pablo a su fiel emisario Timoteo, ante quien se lamenta de no tener a nadie con el que viajar, a excepción de Lucas. El relato de Lucas de sus viajes con Pablo está caracterizado por un repentino cambio en la narración: el así llamado «paso al nosotros» de los Hechos de los Apóstoles (cf He 16,10-17; 20,5- 15; 21,1-18; 27,1-28). Hasta el versículo 10 del capítulo 16 de los Hechos, Lucas permanece fuera de la escena, escribiendo en tercera persona. En los versículos del 1 al 9 narra los viajes de Pablo por Frigia, Galacia, Misia, Bitinia y Tróade. Pero a partir del versículo 10 Lucas comienza a narrar en la primera persona del plural: «inmediatamente después de la visión inten- tamos pasar a Macedonia, persuadidos de que Dios nos había llamado para evangelizarlos». Lucas se embarca con Pablo y, mediante el arte narrativo, invita a su público al viaje misionero. Lucas revela un detalle personal al comienzo de su Evangelio. Él escribe diciendo que está reorganizando algunos acontecimientos «que tuvieron lugar entre nosotros», precisamente como los había recibido de «aquellos que fueron testigos oculares», o de aquellos que acompañaron a Jesús desde el comienzo de su ministerio público (cf Lc 1,1-2). En esta frase introductoria, Lucas revela a su público que ni siquiera él es un testigo directo de los hechos narrados. El evangelista se une a la naciente comunidad cristiana gracias al testimonio personal de aquellos que habían escuchado la predicación de Jesús y habían asistido personalmente a la crucifixión y a la resurrección. Mateo (10,1), Marcos (6,7) y Lucas (9,1) narran el momento en el que Jesús llamó a «los Doce» y, después de una serie de instrucciones, los envió en misión para anunciar la buena noticia. Pero solo Lucas cuenta que más tarde Jesús eligió a un vasto grupo de setenta y dos discípulos, del que hemos tenido noticias en el Evangelio de hoy. Según Lucas, muchos otros misioneros, además de los habituales Doce, estuvieron implicados en la primera evangelización. Poco antes de dar este mandato, Jesús se había dirigido a Jerusalén (cf Lc 9,51). Envía a los setenta y dos para que lo precedan, anunciando su llegada a varias ciudades. Este segundo encargo prefigura la experiencia personal de Lucas viajando con Pablo. Con el envío de los setenta y dos (o setenta, según algunos manuscritos), la acción misionera junto a los pueblos no solamente está legitimada, sino anticipada. En la tradición judaica las naciones de la tierra que habían es- cuchado la promulgación de la ley en el Sinaí eran setenta (cf Gén 10; Dt 32,8). Esto significa que los discípulos han sido enviados a todas las gentes. El fragmento proclamado en la liturgia de hoy presenta el apostolado como la revelación del Reino y del juicio ya presentes en el mundo. Para Lucas no se trata de comunicar a Israel la grandeza del Reino, sino de anunciar a las naciones que ese ya está cerca. El evangelista escribe en un momento en el que ya existen, «en todas las naciones», testigos del resucita- do. Este es el momento decisivo de la historia, en el que a todos es ofrecida la posibilidad de entrar a formar parte del reino de Dios. El método de trabajo misionero de los setenta y dos discípulos, así como el carácter y las prospectivas de su obra, son parecidos a los de los Doce. Las recomendaciones de Jesús se abren con una invitación a tomar conciencia de la situación: abundantes cosechas y un número reducido de trabaja- dores se oponen en un significativo contraste. De aquí la recomendación categórica: «Rogad pues al dueño de la mies». «La oración es el alma de la misión» (carta del papa Francisco al cardenal F. Filoni, 22 de octubre de 2017). Dios, que es el propietario de la cosecha, toma la iniciativa: llama y envía. Es la invitación a unirse a la oración de Jesús, a su éxodo hacia el Padre, que se expresa, para los discípulos y para el Señor, poniéndose en las manos de los hombres: «Os envío como corderos en medio de lobos». Los misioneros no pueden confiarse en la fuerza, el poder o la violencia. Son ricos solo en la fe y en la oración que les fundamenta en la relación de amor personal con Jesús, el Maestro que les envía.La pobreza de los comienzos constituye el fundamento y el signo de su libertad y del pleno interés por la única tarea que les libera de todo im- pedimento o retraso. Todo esto es definido con precisión en una serie de normas: libres de todo obstáculo, los enviados se dirigen directamente a la meta sin detenerse, ni siquiera para el saludo que –como exigía la costumbre oriental– habría requerido demasiado tiempo (cf 2Re 4,29). El verdadero saludo, por el contrario, estaba reservado a los destinatarios de la misión. Tal saludo no es una simple profecía o anuncio, sino una Palabra eficaz, que da alegría y felicidad. En pocas palabras, es la «paz» mesiánica, que coincide con la salvación (cf Lc 10,5-6). El enviado, como el Señor, establece con los que lo reciben una relación en la que se comienza a vivir la paz del Reino. Su comportamiento le lleva a depender de quienes le acogen, a los que confía el propio cuerpo y la misma vida. Por tanto, el misionero está completamente expuesto, también en lo que se refiere a su sustento, a los riesgos de la misión: acogida o rechazo, éxito o fracaso. «Casa» y «ciudad» simbolizan la vida privada y la vida pública. El enviado depende de la hospitalidad de quien acoge el mensaje, pero nada puede parar u obstaculizar la continuación de su misión: es un misionero que transmite el último y urgente reclamo hacia la salvación, que debe llegar a los oídos de todos, a los corazones de todos, cueste lo que cueste.
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