Queridos hermanos en Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote:

Esta Cena del Señor la celebramos con mucha fe, pero con nostalgia por la ausencia física del Pueblo de Dios durante este tiempo de prueba y de cuarentena. Sabemos, de su presencia espiritual, como Cuerpo místico de Cristo y eso nos conforta. Creo que lo mismo les sucede a ustedes, fieles cristianos, al añorar la presencia de sus pastores para la celebración eucarística con el deseo de una participación espléndida en los templos parroquiales, con la alegría de ser convocados por Dios para la alabanza divina y para dejarnos amar y alimentar por el Pan Eucarístico.

¡Qué pena hemos sentido al no poder celebrar esta mañana la Misa Crismal, tan linda y significativa por la unidad del Sacerdocio unido al obispo, y la bendición de los óleos santos para la santificación de los fieles! Ahora estamos viviendo como en los tiempos de catacumba o de persecución, los sacerdotes nos hemos acorralado en el interior de los templos para celebrar la Eucaristía diariamente por tantas intenciones, entre ellas, por la Iglesia misionera que acompaña la pandemia, con el anuncio de la Palabra de Dios y las obras de caridad. Y ustedes, desde sus hogares se han unido a Jesús y a su Iglesia misionera que en este tiempo se revistió de miles de servidores de la caridad en atención a la salud y a la vida de nuestro pueblo paraguayo.

La Palabra de Dios en esta Cena del Señor, está llena de mensaje y de amor misericordioso. Nos recuerda en la primera lectura la fiesta de la pascua judía. En la segunda lectura, Pablo nos presenta la cena del Señor. En el evangelio, el lavado de los pies que Jesús hace a sus discípulos.

Les invito, pues a profundizar el mensaje bíblico de este Jueves Santo para comprender lo que Dios espera de nosotros en estas circunstancias.

La fiesta de la pascua judía tiene una importancia decisiva para los cristianos. La pascua recuerda la liberación de los israelitas de su esclavitud en Egipto, es una conmemoración anual más importante para el pueblo hebreo. La fiesta comenzaba con la cena pascual y se extendía por siete días, de acuerdo con la tradición de los ácimos: Ex 12,14-20. Este es el contexto más adecuado para todo lo que se celebra en las grandes fiestas judías porque ha de coincidir con los últimos momentos de la vida de Jesús y con la última cena de Jesús.

En el Nuevo Testamento adquiere un significado nuevo y especial para los cristianos. En la Pascua se celebra la obra redentora de Cristo, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo (Jn 1,29). Es lo que conmemoramos esta noche del jueves santo.

¿En qué consistió esa pascua? Dice el libro del Éxodo: Tome cada uno un cordero por familia. Los antepasados de los hebreos, cuando peregrinaban con sus rebaños antes de bajar a Egipto, celebraban cada año la Pascua del Cordero. Lo sacrificaban en la primera luna de la primavera (12,2), período especialmente crítico para las ovejas recién paridas, en vísperas de las migraciones primaverales. Y se mataba uno para salvar a todos. El cordero escogido para la fiesta se guardaba algunos días en la misma habitación (12,6), para que se identificara mejor con la familia y llevara sobre sí los malos espíritus, las malas suertes, los microbios y otras faltas de todos sus integrantes. Después, con su sangre se rociaban las tiendas de campaña, alejando así los espíritus exterminadores listos para atacar a hombres y animales.

Acerquemos a nuestra vida el mensaje de la pascua judía. En este tiempo de pandemia y de cuarentena, cada hogar se convirtió en un templo, en una verdadera iglesia doméstica. Les invito a acomodar el lugar desde donde acompañar la celebración, donde esté el Crucifijo, la Biblia, la imagen de la Virgen o de los santos, en una esquina, al lado del Televisor de donde participarán activamente del misterio eucarístico celebrado. Rezarán, cantarán, escucharán atentos la proclamación de la Palabra y la homilía del sacerdote. En el momento de la comunión rezarán juntos la comunión espiritual que desde la transmisión les llegará al corazón y a la fe de cada uno, en el hogar.

Después, ustedes en familia, hoy esta noche o cuando puedan o el próximo domingo de pascua, van a celebrar la pascua del Señor en la mesa, con una rica comida y con adorno lindo en la mesa. La madre o padre de familia, inciará la oración, agradecerá la comida y bendecirá a cada uno de los comensales. Al término de la comida, invocará al Espíritu de Dios, por la salud y la vida de cada uno, alejando los malos espíritus como el coronavirus y toda enfermedad del cuerpo o del alma, y todo aquello que pueda destruir el amor y la unidad del hogar. Así recordarán la alianza que Dios hizo con Israel y tendrán añoranza de participar de la eucaristía apenas puedan en su parroquia.

Qué bueno saber que en cada mesa se extiende el Pan vivo bajado del cielo que se hace el pan de nuestras mesas, como oramos en el Padre Nuestro.

¡Cuánto bien se está haciendo, cuánta solidaridad que procede de la Eucaristía!, para que no falte el pan en los hogares más pobres de los bañados, de los barrios populares y de los asentamientos. Para que también ellos puedan celebrar la vida y la gracia de Dios.

La Pastoral Social o de Caridad hecha por las ollas populares ayuda a sobrellevar el hambre. Ese Pan vivo bajado del cielo también está actuando en todos los médicos, enfermeros, personal sanitario. Cuánto debemos agradecer por el cuidado de la salud pública. Igualmente, por productores y los que proveen el alimento, por los que mantienen la seguridad del país, por las autoridades civiles, militares, policiales y por miles de personas, que este tiempo, son la extensión de Jesús Buen Pastor. Es bueno que en cada mesa se prolongue el espíritu eucarístico, es decir, el agradecimiento por la comida y por quienes generosamente colaboran para que no falte el pan de las mesas en las familias, especialmente de los más pobres. Es pues, una sugerencia pastoral para unirnos diariamente a la Eucaristía celebrada en cada parroquia o comunidad religiosa.

El Apóstol Pablo en la carta a los Corintios, nos habla de la eucaristía, que es el corazón de la asamblea cristiana. Este texto, que data del año 55, es probablemente el testimonio más antiguo relativo a la “Cena del Señor”. La comunidad se reunía y, después de la comida en la que se cantaban salmos, el presidente comenzaba la acción de gracias. Recordaba entonces la Última Cena de Jesús y sus palabras que consagraban el pan y el vino, después de lo cual todos podían comulgar del mismo pan y de las copas.

Pablo recuerda dos aspectos de la Cena del Señor: es la comunión con el cuerpo y la sangre de Cristo; en ella se refuerzan los lazos de caridad que nos unen: pasamos a ser un solo cuerpo. Pablo llama la atención a algunos “por no reconocer el cuerpo…” Hay que saber compartir, porque hay quienes no reconocen el Cuerpo, es decir no distinguen el pan ordinario y el pan consagrado. Pero tampoco reconocen el Cuerpo de Cristo que forman los cristianos, al no tomar en cuenta a los hermanos en la celebración eucarística.

La Eucaristía es el centro de la vida de la Iglesia, que es ante todo comunión. La Iglesia no es solo un instrumento de evangelización, sino que además tiene por misión ser el lugar donde podemos experimentar nuestra unión con Cristo y entre nosotros.

Cada vez que celebramos la eucaristía “proclamamos la muerte del Señor. Las eucaristías, celebradas cada día en el mundo entero y en todas las latitudes, se suceden hora tras hora y minuto tras minuto, recordando que la muerte de Cristo ocupa todo el tiempo hasta su regreso.

La muerte de Cristo no nos permite tener paz ni reposo. La Iglesia recuerda la muerte de Cristo, no para anclarse en el pasado, sino para que nuevas energías surjan continuamente de ese sacrificio, tanto para juzgar como para reconciliar, y para despertar en nosotros el amor agradecido.

La Eucaristía es el elemento esencial del reencuentro de los cristianos, y ese reencuentro es parte integrante de su vida como pueblo al que Dios ha adquirido para alabanza de su Nombre. Cuando cesa el reencuentro eucarístico, el pueblo de Dios ha perdido la conciencia de su identidad. Por eso, no perdamos nuestra conciencia eucarística, unámonos cada día, desde nuestros hogares, a la Eucaristía de nuestra propia parroquia o comunidad religiosa.

Queridos hermanos: Hoy, en el día de institución de la Eucaristía, Jesús instituye también el orden sacerdotal, al servicio de la eucaristía y del Cuerpo de Cristo que es la comunidad cristiana. No solo hacen falta médicos que curen nuestras enfermedades físicas. Más que nunca la vocación y misión sacerdotal se constituye en el sostén espiritual y moral de la sociedad. Ellos, los sacerdotes, en persona de Cristo, nos ofrecen el perdón y nos alimentan con el Pan de vida, además de anunciarnos la Palabra de Dios y de reunirnos en unidad de espíritu de fe y de esperanza. Este es el regalo que Cristo quiso dejar a su Iglesia al servicio de la humanidad. Podrían tal vez destruir todos los templos, pero basta que quede un sacerdote, ahí él hará presente con fuerza la eucaristía que es la nueva y eterna alianza para el perdón de los pecados y la comunión de los hombres con Dios.

En el evangelio proclamado de San Juan, resuenan las palabras de Jesús en la última cena como un gesto profético que está lleno de sentido, como lo estaba la entrega de su vida en el pan y en la copa de aquella noche última de su vida. San Juan dice que había llegado su “hora” de pasar de este mundo al Padre… y esa hora no es otra que la del amor consumado. El lavatorio de los pies tiene toda la dimensión de entrega que la misma acción del pan partido y repartido y la copa de la alianza nueva. Son dos gestos que pueden perfectamente complementarse.

Es la escena inaugural de la pasión según San Juan, si bien es la parte más semejante a la de los sinópticos, tienes varias cosas muy diferentes, y una es esta del lavatorio de los pies. San Juan nos habla de la teología de la muerte, una teología espléndida. Y escribe: “Sabiendo que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre”. Esta muerte, pues, ya no es una tragedia, como lo es para muchos… sino un triunfo que se apunta desde este comienzo de la pasión según San Juan.

Jesús está dispuesto «a pasar de este mundo al Padre» y a vivir «su hora» (v. 1) Para dar fuerza a su decisión personal inquebrantable, incluso a riesgo de no ser entendido por sus discípulos, va a poner en práctica una acción simbólica en tres actos, como los antiguos profetas: despojándose de su manto, ciñéndose un paño  y lavando los pies a sus discípulos secándoselos con el paño que se había ceñido. Además del lavatorio de los pies, un acto de por sí humillante, el evangelista presenta otros dos signos.

Jesús «se ciñó un paño» y les seca los pies con el paño que se había ceñido. Al volver a insistir en el paño con que se había ceñido, la acción de ceñirse es mucho más significante de lo que aparece a primera vista.

La hora de Jesús, que es la hora del amor consumado, exige una lucha, una guerra con los que le quieren imponer el destino ciego del odio. Jesús no está dispuesto a que nadie le imponga su muerte, sino que es El quien impone su hora como voluntad y proyecto de Dios. El Padre se lo ha entregado todo en sus manos (v. 3) y no es posible que nadie se lo arrebate, porque la suya no es una muerte más, un asesinato de tantos como impone el odio sobre el mundo, sino que es la muerte salvadora por excelencia.

Jesús, ciñéndose como los antiguos guerreros, debe ganar la batalla de la muerte; he ahí la paradoja, pero de la muerte redentora. Jesús no lucha para no morir, sino para que su muerte tenga sentido y no sea ciega y absurda como la muerte que da el mundo.

El Maestro se entrega a ellos, cuando deberían ser los discípulos los que deberían estar dispuestos a dar la vida por el maestro.

Es por eso que Pedro no podía entender que Jesús dé su vida por los suyos; sólo lo entenderá después (v. 7), tras la muerte y la Resurrección. En el diálogo entre Jesús y Pedro se explica: «hay que aceptar la muerte de Jesús como una muerte salvífica».

Es cierto que es un acto de humildad porque en realidad la muerte de Jesús a los ojos del mundo es una humillación, un acto de humildad y un servicio de esclavo que hace el Hijo de Dios a los hombres. Pero sigue siendo un acto de libertad de Jesús de morir por nosotros.

El lavatorio de los pies adquiere esa dimensión tan particular que representa su muerte, como signo del amor consumado a sus discípulos. Diríamos que Jesús se ciñe para no morir odiando, sino amando. Esta es la guerra, como hemos dicho, entre la luz y las tinieblas, entre el proyecto de Dios y el del mundo. Jesús va hacia su propia muerte, representada proféticamente en el lavatorio de los pies, luchando, ceñido con el cinturón de la paz. Va a morir por todos, por eso lava también los pies a Judas que está sentado a la mesa. Y Jesús les seca los pies con el paño ceñido, sin quitarlo, porque muere luchando. Ese cinturón no volverá a quitarlo, lo llevará hasta el momento de la cruz en que se cumple real y místicamente su hora (cf. Jn 7,30; 8,20), que es también la hora de la glorificación (cf. Jn 12,23).

En su muerte está su glorificación, porque no es una muerte absurda, sino que es una consecuencia de su vida entregada al amor de este mundo. Este mundo no deja que viva el amor. Jesús también va a ser sacrificado por el mundo, como tantos hombres, pero no dejará que le arrebaten el amor con que ha actuado en su vida.

Hermanos, hermanas

El lavatorio de los pies, que este año no podremos realizar, es el gesto mayor de amor y de solidaridad humilde que hace Jesús por cada uno de nosotros. En el bautismo nos ha purificado del pecado original. En cada sacramento de la Penitencia perdona nuestros pecados. Cada vez que hagamos un arrepentimiento pleno, o lo que se llama la contrición perfecta, estamos amando a Dios por encima de todas las cosas (el primer mandamiento) y estamos dispuestos a la conversión. La muerte de Cristo en la cruz nos obtiene el perdón de nuestros pecados en esa situación con la condición de recibir apenas pueda la absolución sacramental del sacerdote.

Y el ceñirse el manto a la cintura, signo de la fortaleza de Cristo ante la muerte, nos abre el horizonte de la vida plena. La muerte es un pasaje a la vida divina. Por eso, el cristiano está seguro que toda enfermedad y hasta la muerte, desde Jesucristo, adquiere un valor nuevo y diferente. Compartimos los sufrimientos de Cristo en la cruz cuando estamos enfermos. Y compartimos el triunfo de la vida plena, la resurrección cuando el cristiano fallece y se encuentra en los brazos amorosos de Dios Padre.

Así es el inicio del Triduo Pascual. La palabra de Dios nos abre a reconocer el misterio de nuestra vida en la Eucaristía y en el gesto del lavatorio de los pies, gesto humilde de servicio al hermano y nos compromete a vivir el mandamiento del amor. Cada eucaristía recuerda la muerte de Cristo, y espera su gloriosa venida.

¡Ánimo! Estamos llamados a tiempos mejores, y a renovar con la caridad las familias y las instituciones del país de aquí en adelante, con el don de la Eucaristía.

Alabado sea nuestro Señor Jesucristo.

 

                                      + Edmundo Valenzuela, sdb

                                      Arzobispo metropolitano