Homilía de Domingo de Pascua

4 de abril del 2021

¡Felices fiestas pascuales! ¡Cristo ha resucitado, aleluya, aleluya!

Cristo ha resucitado, la vida nueva es el don que Dios Padre ha creado para nosotros, para toda la humanidad.

La palabra “pascua” aparece por primera vez en la noche de huida de los hebreos de Egipto: recuerda el coraje de poner en peligro la vida zafándose de la prepotencia de quienes instrumentalizan la vida pisoteando su dignidad.

También nosotros asumimos el programa de “pascua” para superar la esclavitud de los ídolos terrenos que nos impiden ser disponibles a los grandes sueños de Dios sobre nosotros.

Enseguida después, la pascua es el pasaje del mar Rojo a pie enjuto, mientras los enemigos quedan envueltos por el agua: lo imposible llega a ser experiencia vivida contra toda expectativa. Cuántas veces con el sacramento de la reconciliación el Señor Jesús nos devuelve victoriosos sobre costumbres y actitudes que parecían invencibles y nos ha hecho experimentar que “nada es imposible para Dios”.

El grito del corazón de Jesús ha sido este: “cuántas veces he querido celebrar la pascua con ustedes” llamando a los Apóstoles alrededor de la última cena. Jesús, el verdadero cordero pascual se une íntimamente a cada uno de ellos, también a Judas en el signo eucarístico del pan y del vino.

En este año de la Eucaristía comprendemos que es el Amor que llama al amor. Nos debemos decidir para que el Espíritu Santo transforme nuestro corazón de piedra en un corazón de carne, misericordiosos como el de Cristo Jesús.

La celebración pascual que estamos celebrando se realiza plenamente en la Eucaristía, Pan bajado del cielo, que no solo perdona nuestros pecados sino nos habilita a ser hijos e hijas de Dios, hermanos entre nosotros, familia que escucha la Palabra y celebra la vida con alegría y esperanza, en medio de tantos sufrimientos acarreados por la pandemia, con ya miles de contagiados y de muertos.

Quiero comentar con ustedes la primera lectura de los Hechos de los Apóstoles, 10. 34a. 37-43

El discurso de Pedro tiene como fundamento la Sagrada Escritura: “De él dan testimonio todos los profetas”. Porque el proyecto de Dios se cumple.

La fe en la resurrección de Cristo tiene su repercusión religiosa y espiritual, puesto que: “todos los que creen en él reciben, por su nombre, el perdón de los pecados». En la cruz de Cristo, en su sangre hemos sido purificados del mal y alejados del poder del demonio.

Pero todo esto no es una leyenda ni una teoría fantasiosa, es una realidad histórica. Por eso Pedro recuerda “lo que sucedió en toda Judea, comenzando por Galilea, después del bautismo de Juan”. Así comenzó la vida pública de Jesús. A Juan todo el mundo judío lo reconocía como profeta y es a continuación de Juan, el precursor, que la historia continúa.

Al centro surge un personaje importantísimo, mucho más que Juan, es Jesús de Nazaret con las cualidades únicas de estar “ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo”. Esta unción realizada en el bautismo de Jesús, hace mención a la profecía de Isaías, hablando del “siervo de Yahvé”: el Señor me ungió con el Espíritu para llevar la liberación a los cautivos…y anunciar un año de gracia de Dios.

Por eso, la persona divina de Jesús tiene un motivo de acción, no vive para sí, sino que “pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo”. Como solidario con los que sufren y los enfermos, oprimidos por el diablo, Jesús los sana, obra grandes prodigios y milagros haciendo presente la misericordia de su Padre hacia los marginados y pecadores. Por eso Pedro afirma: “porque Dios estaba con él”.

Pedro, después de una larga presentación, llega a lo más importante de su fe y del reconocimiento de la persona divina de Jesús: “Dios lo resucitó al tercer día”. Está en la misma profecía que Jesús enseñaba a sus discípulos, que “al tercer día resucitará”. Ahora, Pedro afirma que se cumplió también las mismas palabras proféticas de Jesús.

A continuación, subraya que Dios le dio la gracia de manifestarse, es decir, de darse a conocer en su misma persona, el mismo que había sido crucificado ahora está vivo y victorioso. Esa manifestación tiene una clave importante. Se manifiesta a los testigos, quienes comieron y bebieron con Jesús, son los que lo han acompañado desde Galilea a Jerusalén, y también, quienes delante de la cruz, huyeron por miedo. Estos son los testigos elegidos. Como dice, “no todo el pueblo”, pues la multitud no puede tener la experiencia de conocer a cabalidad al Maestro como ellos lo atestiguan.

Estos testigos reciben una misión de Jesús: “Nos encargó predicar al pueblo”. La predicación es el lenguaje más claro de los testigos, la palabra se hace verdad y no se cansarán de predicar, aunque serán luego perseguidos. De esta fuerza de la palabra que es la predicación la Iglesia hereda el lenguaje más verdadero, continuar a ser portadores de la palabra de los testigos de la vida, muerte y resurrección del Señor. Pedro y los apóstoles, como toda la Iglesia, en este tiempo pascual, dan solemne testimonio de que Dios lo ha constituido juez de vivos y muertos. Aquí están los nuevos títulos de Jesús: “juez de vivos y muertos”. Su juicio es el de la cruz, lleno de misericordia, para que quienes quieran dejar el mal, el pecado y todo tipo de violencia y corrupción moral, puedan convertirse e imitarlo. En la cruz del resucitado es donde se manifiesta la potencia del perdón y de la misericordia, renovando al pecador arrepentido, en su dignidad bautismal, de ser hijo e hija de Dios, en la gracia y en el amor, en la libertad y en la paz.

En la segunda lectura, Pablo a los colosenses les dice: “Preocúpense por las cosas de arriba, no por las de la tierra”. Les explica que la vida del cristiano está escondida con Cristo en Dios. Es decir, una vida que es a la vez una realidad en espera, un ya que se cumple en parte, pero todavía no totalmente. Enseguida la mirada de San Pablo se dirige a los últimos tiempos de la historia de la humanidad: “Cuando se manifieste el que es nuestra vida, también ustedes se verán con él en la gloria”.

Aquí está el fundamento de nuestro futuro, de nuestra esperanza. La resurrección victoriosa de Cristo, que ya está en Dios, es el camino de la nueva historia que culminará al fin de los tiempos. Por eso rezamos por nuestros difuntos para que ellos disfruten de la gloria eterna, de la vida plena, donde no haya llantos ni dolor, sino gozo y paz que son expresión del ambiente divino.

A continuación, Pablo nos invita a “hacer morir lo que es terrenal”, citando algunos terribles pecados que esclavizan al hombre: “libertinaje, impureza, pasión desordenada, malos deseos y el amor al dinero, que es una manera de servir a los ídolos”. La predicación llama siempre a la conversión, a abandonar los ídolos del placer, del dinero, del poder, de la vanidad, de la indiferencia…Porque todos estos ídolos atenazan al hombre en su egoísmo y lo encierran en su indiferencia hacia los que sufren, a los pobres y marginados. Cuánta verdad es esta afirmación clara de los vicios esclavizadores.

Hermanos, Hermanas

En este día de la resurrección, siguiendo el discurso de los Apóstoles Pedro y Pablo, descubrimos que ellos son los testigos preferenciales de la vida del Señor Crucificado y Resucitado. Como testigos no callaron, fueron perseguidos y murieron como mártires por la verdad de la Resurrección del Señor.

También nosotros, por nuestro bautismo, somos testigos del Señor Jesús, para que por nuestro testimonio y por nuestras palabras de caridad y de solidaridad, se predique el Evangelio de la vida.

Para quienes aceptamos este desafío recurrimos a la gracia del Espíritu Santo, pues, solo con su sabiduría y ciencia, podremos llevar a otros la salvación realizada por Dios en su Hijo Jesucristo, muerto y resucitado.

En cada Eucaristía, y más aún, en este año dedicado a la Eucaristía, encontramos al Resucitado en su gesto de cuerpo dado para comer y de su sangre entregada para el perdón de nuestros pecados. ¡Gran regalo de amor por nosotros, alimentándonos de su mismo amor y entrega a Dios Padre! Hagamos también ese mismo gesto de amor a cada hermano y hermana que vive con nosotros.

Aclamemos juntos: ¡Cristo ha resucitado, aleluya, aleluya!

 

 

+ Edmundo Valenzuela, sdb

Arzobispo Metropolitano