Homilía Vigilia Pascual 

3 de abril del 2021

Queridos Hermanos y Hermanas

¡Cristo ha resucitado, aleluya, aleluya!

En este mismo día en que fuera ordenado sacerdote, el 3 de abril de 1971, en la Iglesia de la Universidad Pontificia Salesiana, he compartido con muchos la Bendición Papal por este acontecimiento tan lindo de mi vida. Agradezco las hermosas palabras de aliento, de esperanza y de cariño que he recibido a lo largo del día. Renuevo con ustedes la fe en la Santísima Trinidad con el lema sacerdotal que ha guiado mi vida durante estos 50 años: “Por Cristo, al Padre en el Espíritu Santo”. Hago parte humildemente, junto con ustedes, queridos Hermanos y Hermanas, de la historia de salvación que en esta noche la recordamos con las Lecturas y con la renovación de nuestras promesas bautismales.

En esta noche Santa se nos invita a contemplar la obra de Dios, del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; manifestación del amor de Dios por nosotros en el que creemos. De la victoria sobre la oscuridad, sobre las tinieblas, surge la Luz que ilumina todo, nos trae mucha alegría y esperanza, nos da seguridad, ayuda a superar esta pandemia que nos da tantos sinsabores con la seguridad de que la victoria es siempre de Dios, de su familia, de quienes nos mantenemos con las lámparas encendidas de la fe y de la caridad. Así es esta noche de vigilia pascual.

Es una noche para hacer memoria, para agradecer en el amor de Dios y amar como Él nos ama. Es vital, porque haciendo memoria es como recuperamos la esperanza, que se alimenta de esa memoria de las acciones de Dios en nuestra vida. El Pueblo de Israel, por siglos ha hecho memoria de su historia de salvación. Los cristianos, continuando con las narraciones del Antiguo Testamento, seguimos meditando la obra de Dios, en especial, la que se realiza en Jesucristo, en su muerte y resurrección. De esa manera nos encontramos con Él y aprendemos a verlo en toda realidad de la vida. Como ahora, en tiempo de pandemia y de sufrimiento, es una oportunidad para releer la historia de nuestro pueblo a la luz de la victoria de la resurrección. La esperanza del pueblo de Dios, de la familia de Dios, se alimenta de la memoria de las acciones de Dios en la historia, desde la Creación del mundo hasta nuestros días poniendo nuestra mirada en la resurrección del Señor.

Y esto es lo que hicimos en la Liturgia de la Palabra de esta vigilia pascual, que nos presenta las principales intervenciones de Dios en la historia en favor de su pueblo.

En primer lugar, la creación del mundo, obra del amor del Padre por nosotros. El mundo fue creado por y para nosotros, para que vivamos en él y lo disfrutemos. La vida, don de Dios es preciosa. Hoy hablamos de ecología, de la protección y cuidado de la casa común, como respuesta a la obra creadora de Dios. La ecología humana está centrada en que cada uno, cada persona es un fin en sí misma, no un medio. Por eso, la vida valorada, defendida, protegida, desde su concepción a su muerte natural es la primera responsabilidad de la humanidad. Admiramos la maravilla de una familia, padre y madre, al gestar a un hijo recibiéndolo con cariño, porque es regalo de ser imagen y semejanza de Dios, siendo una criatura única, irrepetible, insustituible. Y cada persona es un don único del Creador quien la ama y es dado a nosotros también para amarla.

En segundo lugar, la gracia de la liberación de Egipto, del Éxodo, la Pascua de Israel. En Éxodo 14, la experiencia de fe del pueblo se nutre en la experiencia del poder creador de Dios que es capaz de salvarlo de la esclavitud, al mismo tiempo, de liberarlo del miedo conduciéndolo a la libertad. Israel ya no teme más al Faraón y ni a su ejército, tiene solo el temor de Dios. Israel ha pasado de la noche a la luz matinal, de una orilla a la otra, de Egipto al desierto, de la esclavitud a la libertad, de la servidumbre al servicio, del pánico al temor de Dios, de la incredulidad a la fe.

En este tiempo de pandemia, este texto nos da confianza en no tener miedo que es la raíz de la esclavitud. La confianza en Dios, de tantos hermanos nuestros que testimonian, desde su oración personal en tiempo de enfermedad, han logrado la libertad y la salud, debido a la confianza que han puesto en Dios, fuente de la gracia. Esta actitud, exige una conversión para poner al Dios de Jesucristo al centro de nuestras vidas. No serán las ideologías ni los derechos humanos que nos darán la libertad ni la salvación. Solo Jesucristo nos libera del pecado, del miedo, de la violencia, de la mentira, de todo tipo de robo y aprovechamiento de los bienes ajenos, cuando volvemos a la verdad y nos reconocemos necesitados del perdón en el Sacramento de la reconciliación.

En tercer lugar, a partir de entonces Israel pasó a ser el pueblo de Dios, el pueblo de la alianza. Solo tenía que mantenerse fiel a la alianza para conservar todos los dones de Dios: tierra, vida, libertad. Pero el pueblo fue infiel, se apartó del Señor y rompió la alianza; y recibió el merecido y justo castigo que fue el exilio. Pero fue solo un momento de oscuridad y abandono, pues el amor del Señor fue más fuerte que su enojo y lo rescató también del exilio.

Lo más maravilloso de Dios, que Él es compasivo y misericordioso, lento para enojarse y veloz para perdonar, no nos trata como merecemos por nuestros pecados. Esto nos da esperanza, pero para ello es necesario arrepentimiento y conversión, aceptar nuestra condición de pecadores. Entonces ya no es tiempo de obrar malicia, dando rienda suelta al egoísmo.

En cuarto lugar, pero la obra más grande y más maravillosa de Dios, la mayor manifestación de amor del Padre, es la Resurrección de Jesucristo. Dios ha resucitado a su Hijo de la muerte. Ha hecho una obra maravillosa, una nueva creación en aquel que estaba muerto por nuestros pecados, ahora vive para Dios y en Dios. Celebramos esta noche la mayor acción de Dios en la historia a favor de los hombres.

El evangelio según san Marcos nos describe el hecho de la tumba vacía con imágenes como la aparición de un ángel del Señor sentado a su derecha. Jesús ya no está allí, la tumba está vacía. Este hecho se ilumina con el anuncio de la resurrección por parte del ángel: “¡No teman! Aquel al que buscan, Jesús, el de Nazaret, el crucificado, resucitó y no está aquí. Miren el lugar donde lo habían puesto. Vayan ahora a decir a sus discípulos y a Pedro. Él irá delante de ustedes a Galilea y allí lo verán, tal como les dijo” (Mc 16,6-7).

Las tres mujeres que fueron el domingo temprano al sepulcro para ungir el cuerpo de Jesús, encontraron la piedra de entrada corrida y el sepulcro vacío. Desconcertadas necesitaron del anuncio explícito que les llegó por un misterioso joven, vestido con una túnica blanca, que estaba allí sentado: “buscan a Jesús de Nazaret, el crucificado; ha resucitado, no está aquí” (16,6).

Este mensajero otorga a Jesús un nuevo título: lo llama “crucificado”, a Jesús resucitado porque a partir de ahora lo reconocerán como el crucificado, el que murió en la cruz y ahora vive para siempre. Ante el resucitado las mujeres llevarán este mensaje en su nombre: “Vayan ahora a decir a sus discípulos y a Pedro que (el Señor) irá antes que ustedes a Galilea; allí lo verán, como se lo había dicho” (16,7). Les recuerda lo dicho anteriormente: “Después que yo resucite, iré antes que ustedes a Galilea”.

Así como fue por delante a Jerusalén, ahora ya resucitado, va delante para que lo sigan hasta Galilea. Es como un nuevo llamado, una nueva convocación hecha a la comunidad de los discípulos a quienes toca ahora revivir como protagonistas la experiencia de Galilea, es decir, estar con Jesús y misionar junto con Él.

Ir a Galilea significa volver a empezar, a reconstruir la comunidad de vida de los discípulos con Jesús y de todos los ciudadanos paraguayo.  Partiendo de la fe en Jesucristo, el Salvador quien se adelanta con su Espíritu Santo, viene a darnos esperanza para compartir su Amor. Este regreso a Galilea es el desafío a la evangelización de la Iglesia al servicio del pueblo paraguayo.

Comenzando por nuestra realidad eclesial: ir a nuestra “Galilea” deberá consistir en una conversión pastoral misionera. Hemos tenido en estos años pasados hermosas experiencias, como la visita del Papa a nuestro país, la beatificación de María Felicia de Jesús Sacramentado. En tiempos difíciles se han organizado campañas de solidaridad. El año pasado, los comedores y las ollas populares marcaron un hito de la solidaridad paraguaya. En estos últimos tiempos hemos priorizado la Iniciación a la Vida Cristiana, en donde ponemos el énfasis de la catequesis en los adultos, para que hagan su propia experiencia de iniciación en la fe, mediante las Sagradas Escrituras, la Liturgia, la inserción a la vida comunitaria misionera.

Hemos tenido gratas experiencias, y con ellas hemos logrado una buena cantidad de personas que ya están profundizando la etapa de la mistagogia, contemplando en la cotidianidad los signos además de todo ese misterio tan profundo y complejo que se recibe con los sacramentos del Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía. Ahora el cristiano que se inició a la vida cristiana comienza a entender la misión, a anunciar a otros la Muerte y Resurrección del Señor, que se celebra en cada eucaristía. El camino de renovación espiritual tiene que tener su incidencia en el campo social y político de nuestro país.

Nuestra realidad nacional es, por otra parte, el lugar de escuchar la voz del Resucitado que nos invita: “ir a Galilea”. Hemos vivido sacudidas sociales muy fuertes, descontentos y manifestaciones de todo género. La situación de la pandemia ha descubierto la precariedad en todos los niveles, comenzando por la salud pública. Hubo necesidad de programar mejor las respuestas necesarias a la pandemia que, en este tiempo, todo desborda. Urge que el Gobierno reoriente su política sanitaria: atención a los enfermos, provisión de medicamentos, importación de las vacunas, ampliación de los servicios hospitalarios, sanitarios básicos y familiares. De nuestra parte, ciudadanos conscientes cumplamos estrictamente las normas sanitarias. Estamos todos en la misma barca, como dijo el Papa Francisco, sin buscar culpables.

Evitemos de una vez para siempre las acciones violentas y las palabras ofensivas. Lo que nos debe calificar como ciudadanos racionales y respetuosos es el respeto mutuo de gobernantes y gobernados, con prudencia, sabiduría en la fraternidad que supera discriminación y construye una sociedad pluralista y democrática.

Esta es nuestra “Galilea” actual, a la que Jesús nos invita a volver. No con el corazón cerrado a la realidad y a los necesitados, aún más, esa realidad la debemos acompañar con el Evangelio de Jesús, con su amor incondicional a todos, imitando su vida quien “pasó haciendo el bien a todos” sanando, perdonando, y resucitando a los muertos, con misericordia y ternura hacia sus hermanos. Esa es nuestra Galilea. Es hora de reconstruir la reconciliación y la confianza. Es tiempo que las autoridades reorganicen con sabiduría los servicios indispensables para superar la pandemia que seguramente tendremos que saber convivir con ella durante mucho tiempo.

Pero, no basta enfrentar la pandemia con soluciones adecuadas de la salud pública. Debemos volver más a Dios, al primer mandamiento, fuente y raíz de la felicidad de la humanidad, de donde brota con fuerza el amor al prójimo y al necesitado. Superemos el consumismo y toda mentalidad materialista que solo conduce a la frustración. Cultivemos nuestra cultura paraguaya con más espiritualidad, desde la oración, la liturgia, desde la Palabra de Dios y los sacramentos. Vivamos como hermanos, reconciliándonos con Dios y entre nosotros, dejando atrás rencillas, odios, enemistades, como también el robo y el apropiarse indebidamente de los bienes del pueblo, a lo que llamamos corrupción. Busquemos el bienestar de todos. Participemos del diálogo, camino de solución de una paz duradera, en la justicia y la solidaridad y fraternidad para mejores condiciones de vida para todos.

Queridos hermanos y hermanas

Esta noche de la vigilia pascual, de escucha de la Palabra reconocemos el amor infinito que Dios nos tiene. Su proyecto de salvación se realiza plenamente desde la creación, la liberación de Israel de Egipto, la misericordia hacia quienes traicionan su alianza mostrándoles misericordia, hasta que la historia de salvación llega a la resurrección de su Hijo de entre los muertos.

De ahí, la alegría y la esperanza de “volver a Galilea”, es decir, a reconstruir nuestra realidad en la verdad, la justicia, el amor y la paz. Con nuestro Bautismo hemos comenzado esa victoria. En cada Eucaristía al celebrar la vida nueva, el Pan vivo bajado del cielo, el Pan del Resucitado, aportamos nuestra fe a la gran esperanza de un país mejor, reconciliado y comprometido en la fraternidad, alimentándonos del pan de vida, como dice Jesús: “el que come de mi pan y bebe de mi sangre, tendrá la vida eterna”.

+ Edmundo Valenzuela, sdb

Arzobispo metropolitano de la Santísima Asunción