En la Parábola escuchada el Señor Jesús explica el pedido  en oración del Padre Nuestro que nos enseñó: “Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”.

El Señor  Rey en este caso  ha perdonado al servidor una deuda de diez mil talentos. La cifra astronómica (quinientos millones), sirve para destacar la enormidad de la deuda del hombre frente a Dios. ¿Qué le debemos a Dios? La Vida misma (¿Qué tienes que no hayas recibido?). También sirve para destacar la pequeña deuda del que requiere (acreedor de una pequeña suma de dinero)  ante otro hombre: cien denarios, es decir, menos de un millón de Gs. Y sin embargo. ¡Dios perdona y el hombre no!

¡Perdonar, entonces, porque Dios nos perdonó, y para que Dios nos perdone! Perdona nuestras deudas como nosotros perdonamos a nuestros deudores, acreedores.

Salmos 116:12 ¿Cómo a Yahveh podré pagar todo el bien que me ha hecho?

Sacrificio te ofreceré de acción de gracias, e invocaré el nombre de Yahveh.

Romanos 13:8 Con nadie tengáis otra deuda que la del mutuo amor. Pues el que ama al prójimo, ha cumplido la ley. Amarás a tu prójimo como a ti mismo.

Sacrificios te ofreceré, la ofrenda de la misericordia. Pero para pagar al Señor por todo el bien y los bienes que nos ha regalado, somos morosos, nos resistimos a saldar las deudas contraídas, somos poco generosos o amorosos y agradecidos. Tenemos los talentos y preferimos enterrarlos, y ni fructifican para un bien. Cómo el perro del hortelano, comedia de Lope de Vega, (1618). El perro que cuida del huerto, que no come ni deja a nadie comer. La envidia y el egoísmo hace que muchas personas posesivas y lo que tiene no lo disfrutan  y tampoco permiten que  nadie mas lo haga.

Perdonar no significa necesariamente renunciar a luchar, cuando se trata de daños continuados que se configuran como abuso e injusticia contra nosotros o contra los hermanos. Son dos sentimientos y actitudes que no se excluyen, como no se excluyen corrección y perdón. Jesús dio ejemplo de ello:  durante su vida, luchó y perdonó.

Perdonar no basta. A menudo, más importante que perdonar es pedir perdón. Contrariamente, se crea la mentalidad, falsamente generosa, de quien siempre tiene algo que perdonar. Estoy convencido de que, si nos examinamos más a fondo, la mayoría de las veces, cuando estamos a punto de decir: “Te perdono”, sentiremos el impulso de decir: “¡Perdóname!”

La tercera ambigüedad es la de la intimidad: creer que basta con dejar de odiar en el corazón, sin hacer ningún gesto; matar y hacer revivir al hermano, pero todo en secreto. No es esto lo que pensaba Jesús: el perdón que él ama es el que se manifiesta concretamente, el que lleva a la reconciliación. La reconciliación es la coronación evangélica del perdón, lo que hace ganar de veras al hermano, lo que restablece la unidad entre los hijos de Dios y da alegría al Padre celestial; aquello que edifica la comunidad: Por lo tanto, si al presentar tu ofrenda en el altar, te acuerdas de que tu hermano tiene alguna queja contra ti, deja tu ofrenda ante el altar, ve a reconciliarte con tu hermano, y sólo entonces vuelve a presentar tu ofrenda (Mt. 5, 23 sq.).

La plaza de San Pedro está abarrotada. Es 13 de mayo de 1981 y el Papa Juan Pablo II bendice a las miles de personas que le saludan. Mientras Karol se mueve en su ‘papa-móvil’, Mehmet Ali Agca -un joven turco de 23 años- desenfunda su revólver, apunta por encima de la gente y dispara hasta en cuatro ocasiones. Las balas impactan en el cuerpo del Pontífice, en su brazo derecho, en su dedo índice izquierdo y la más grave: en su abdomen. La bala perfora el intestino, la aorta abdominal y la arteria mesentérica. Esa bala descansa hoy en la corona de la Virgen de Fátima.

La paz y la alegría en la plaza del Vaticano se convierte en caos: el turco Mehmet es detenido al instante y Juan Pablo II es trasladado rápidamente a un hospital para ser operado. El Papa ha perdido mucha sangre, pero milagrosamente logra salvar la vida.

Dos días más tarde, en su primera intervención pública tras el atentado, Juan Pablo II convaleciente en una cama de hospital dice: “Rezo por el hermano que me ha disparado, a quien sinceramente he perdonado.”

El mundo respiraba aliviado. El Papa había logrado sobrevivir a lo que podría haber sido una tragedia histórica. Pero Dios, la Virgen y también el santo, tenían otra cosa planeada.

En 1983 Juan Pablo II visita la prisión donde cumple condena -cadena perpetua- el que podría haber sido su asesino. El Pontífice mira a los ojos a Mehmet, y este le coge la mano y la besa. Juan Pablo se sentó y habló con él durante un largo rato. El Papa le regaló un rosario y tras su charla, aseguró: “Las cosas sobre las que conversamos se mantendrán un secreto entre él y yo, hablé con como con un hermano al que he perdonado, y quien tiene toda mi confianza.”

“Todos necesitamos ser perdonados por otros, entonces todos debemos estar listos para perdonar. Pedir y dar perdón es algo de lo que cada uno de nosotros merecemos profundamente.” En junio del año 2000 Mehmet Ali Agca, el hombre que podría haber matado al Papa, es indultado por Italia -con el beneplácito del Vaticano- y trasladado a Turquía, donde es encarcelado por delitos anteriores. Pero la historia del perdón… no termina aquí.

Años más tarde, Juan Pablo II, se resiente de sus antiguas heridas, de su enfermedad y del cansancio que supone entregar su vida, como él la entregó. Está enfermo y esperando la partida al cielo. (2005) Y desde Turquía llega la siguiente noticia: el abogado de Ali afirma que su cliente “está muy triste. Piensa en su hermano, el Papa, y reza por él.”

Pero la historia no termina. San Juan Pablo II se encontró con Dios el día 2 de abril de 2005, arropado por una inmensa multitud que rezaba por él en esos momentos difíciles. Cinco años más tarde Mehmet es indultado finalmente y en 2014 acude a la Plaza de San Pedro por segunda vez en su vida. Esta vez no lleva armas. Esta vez solo trae dos docenas de rosas blancas y las deposita sobre la tumba de San Juan Pablo II. La policía le detiene para interrogarle y Mehmet simplemente dice: “sentía la necesidad de realizar este gesto”. Y así hace Dios de un atentado, la historia del perdón y reconciliación.

 

Card. Adalberto Martínez Flores

Arzobispo Metropolitano Asunción