Queridos Hermanos:
¡Felices pascuas!
Lleguen para cada uno de ustedes las felicitaciones pascuales. Nuestra cuarentena y nuestra cuaresma nos han preparado para disfrutar de la belleza de nuestra fe celebrada en la liturgia pascual. ¡Verdaderamente Cristo ha resucitado!
El II Domingo de Pascua es conocido, también, como el «Domingo de la Divina Misericordia». Un término, el de Misericordia, que nos muestra la grandeza de Dios, lo sublime de su actuar. Y es que la Misericordia nos habla de un Dios que tiene entrañas, un Dios que empatiza, un Dios que tiene corazón y que ese corazón es el centro de gravedad de su amor infinito. La fe en un Dios que es Todo misericordioso hace que desaparezcan los miedos y abre las puertas a la idea de la reconciliación universal. Porque la Misericordia, con sus obras, nos hace experimentar y sentir para luego poder exclamar: «¡Señor mío y Dios mío!»
El Evangelio según San Juan
El Resucitado se presenta a sus apóstoles que están con las puertas cerradas, por miedo. Les saluda con la paz, que es toda bendición de amor y misericordia.
Qué coincidencia, también nosotros estamos con las puertas cerradas, por miedo del contagio. Jesús nos saluda a cada uno, nos desea la paz, es decir, todo bien que procede de Dios y da vida.
Luego, sopla sobre ellos el Espíritu Santo, de este modo, Jesucristo inicia un mundo nuevo, una nueva creación, como cuando al inicio de la creación, el soplo de Dios creó el universo. Jesús envía a sus discípulos a la misión, que continúen la misión que Él recibió del Padre. Se está inaugurando un nuevo Israel que cree en Cristo y testimonia la verdad de la resurrección. El Resucitado, vencedor del pecado y de la muerte, al soplar el Espíritu Santo sobre los Apóstoles les concede su mismo poder de perdonar los pecados el poder divino del Resucitado. Jesucristo pues, instituye el sacramento del perdón, el sacramento de la reconciliación, que es solamente misericordia.
Jesús por propia iniciativa se va hasta donde está Tomás, se le pone al frente y habla con él. Jesús retoma las mismas palabras que Tomás dijo aquella vez que se cerró ante el testimonio de los discípulos, cuando no conseguía ver el camino hacia la fe, la paz y la alegría pascual. El gesto de Jesús hace salir a Tomás de su aislamiento, de manera que, junto con él, toda la comunidad sea una en el gozo pascual. Jesús no quiere que nadie quede excluido de la paz y del gozo pascual.
Jesús le muestra las marcas de su muerte y de su amor (20,27), es decir, le hace sentir que lo ama y que, al dar la vida por él, Jesús es la fuente de su salvación. Al mostrarle las llagas responde plenamente a la pregunta que Tomás le hizo en el ambiente de la última cena: esas llagas son el camino de la resurrección, la verdad de un Dios que lo ama y lo Salva, y la fuente de la vida nueva.
Tomás reacciona con una altísima confesión de fe, como ninguno antes que él: “¡Señor mío y Dios mío!” (20,28). Tomás se demoró más que todos los demás para llegar a la fe, pero cuando llegó los sobrepasó a todos. Cuando dice “Mi Señor”, Tomás está reconociendo que con su resurrección Jesús ha mostrado que es verdadero Dios, ya que “Señor” es la forma como la Biblia griega lee el nombre de “Yahveh”. Por tanto, Jesús es Dios, así como Dios Padre: con la resurrección Él ha entrado en la posesión de la gloria divina, la gloria que tenía en el Padre antes de la creación del mundo (ver 17,5.24). Cuando dice “Mío”, Tomás se somete a su voluntad y se abre a la acción de su mano poderosa. Tomás reconoce a Jesús como el mismo Dios en persona que se acerca a cada hombre en su realidad histórica para salvarlo dándole vida en abundancia. Para Tomás, todo lo que Jesús obra como Señor, en realidad es lo que Dios obra. En el corazón del discípulo incrédulo se enciende entonces la llama de una fe profunda que supera la de los demás. Tomás comprende que al resucitar de entre los muertos, el Maestro ha demostrado de forma clara y convincente que Él es el Señor Dios, como Yahvéh, soberano de la vida y de la muerte
Ante el asombro, los Apóstoles no tienen la gramática o el lenguaje para interpretar la resurrección. Eso les pasó a los discípulos. Ya antes se habían preguntado después de la transfiguración en que Jesús les ordenó “No hablen a nadie de esta visión hasta que el Hijo del Hombre haya resucitado de entre los muertos.” (Mt 17,9). Entonces entraron en crisis. Les deslumbró la visión de Jesús glorioso, y les desestabilizó poniendo en tela de juicio qué será eso de la “resurrección”. Lo mismo les pasó a Pedro, a Juan, a los discípulos de Emaús, a Natanael, y hoy a Tomás…Deben pasar el proceso de no “ver” ya a Jesús resucitado como el Jesús que había conocido, ahora lo deben “reconocer” de otra manera más íntima y personal. A partir de este asombro y esta manifestación del poder del Resucitado, los Apóstoles se hicieron desde entonces testigos privilegiados de la resurrección.
Todos somos ese Tomás, a quien Jesús le dice: Jesús replicó: “Crees porque me has visto. ¡Felices los que no han visto, pero creen!”
Esta es la fe que nos introduce en la intimidad y en el misterio de la resurrección que es entrar en la esfera de Dios, en lo infinito. Como le dice Jesús a Tomás: “Pon aquí tu dedo y mira mis manos; extiende tu mano y métela en mi costado. Deja de negar y cree” (Jn 20,27). El mismo que muestra sus llagas es el que le manda a Tomás. “deja de negar y cree”.
Debemos descubrir que su presencia gloriosa entre nosotros debe ser de otra manera absolutamente distinta y renovada. El mismo Jesús a quien lo veían, ahora es el que les sorprende por su nueva vida divina y gloriosa. Ahora ellos, los discípulos, comprenden que la resurrección es un vivir para siempre con Dios y desde Dios Jesucristo estará siempre con sus discípulos, hasta el fin de la historia, para siempre con los hombres.
De este modo inaudito la resurrección de Jesucristo inicia una historia de apertura a Dios, de ver en Él, el cumplimiento del proyecto del Padre, una nueva creación, un nuevo modo de vivir del hombre. Es verdad que pone en crisis a la razón, pues con la lógica humana es simplemente incomprensible. Hace falta la lógica de la fe, basada en los testigos de la resurrección.
Por eso, ahí están los testigos de la resurrección como nos presenta el Nuevo Testamento. Sucedió algo inaudito, incomprensible. Pero, ahí estaba Jesucristo con ellos, no podía ser una fantasía o una quimera. Ese mismo Jesús que está con ellos y frente a ellos, ese que había muerto y estuvo sepultado, es ahora, el viviente. Ahora recuerdan los discípulos lo que Jesús había anunciado de su resurrección después de aquella visión de la transfiguración en el monte Tabor.
Ellos, los discípulos no podían tener una clave hermenéutica a la mano para interpretar rápidamente el acontecimiento. La crisis ante lo inaudito y jamás experimentado, les obligaba a reflexionar sobre la presencia del Cristo Resucitado. La respuesta que dieron se basa en la confianza en las palabras anunciadas previamente por Jesús y es ahora el momento de reconocerlo como el cumple su Palabra anunciada y el Salvador triunfante, con el cuerpo espiritualizado y el espíritu corporeizado. El mismo de antes, ante quien se postran y lo adoran.
De la Audiencia general del Benedicto XVI del 26 de marzo de 2008 podemos rescatar que:
“La resurrección de Jesús de entre los muertos es la demostración de que es verdaderamente el Hijo de Dios, el Mesías, el Salvador”
Como dice la Escritura: ¨Dios dio a todos los hombres una prueba segura sobre Jesús al resucitarlo de entre los muertos¨ (Hch 17, 31).
En efecto, no era suficiente la muerte para demostrar que Jesús es verdaderamente el Hijo de Dios, el Mesías esperado. ¡Cuántos, en el decurso de la historia, han consagrado su vida a una causa considerada justa y han muerto! Y han permanecido muertos.
La muerte del Señor demuestra el inmenso amor con el que nos ha amado hasta sacrificarse por nosotros; pero sólo su resurrección es «prueba segura», es certeza de que lo que afirma es verdad, que vale también para nosotros, para todos los tiempos.
En efecto, si falla en la Iglesia la fe en la Resurrección, todo se paraliza, todo se derrumba. Por el contrario, la adhesión de corazón y de mente a Cristo muerto y resucitado cambia la vida e ilumina la existencia de las personas y de los pueblos.
¿No es la certeza de que Cristo resucitó la que ha infundido valentía, audacia profética y perseverancia a los mártires de todas las épocas?”
Conclusión
Hermanos, Hermanas:
El domingo de la misericordia toca profundamente nuestras vidas en esta pandemia. Ha desestabilizado la sociedad, nos hemos considerado uno a otro, como un peligro. Nos ocultamos detrás de una tela, con desconfianza, previniéndonos del contagio que podría venir del que está a mi lado. La desconfianza ha dominado nuestras relaciones sociales. En el hogar, los padres podrían estar desconfiando de los hijos y viceversa. No podemos salir como antes, porque podríamos ser contagiados…A los abuelos se les hace temer de los nietos. Los nietos han descartado ya a sus abuelos. Así el descarte comenzó a adquiri más fuerza. Ocultamente descartamos en cierro sentido al otro.
¡Qué terrible mal sicológico y social en que estamos! Démonos cuenta de esta situación que está influyendo tremendamente sobre nuestra cultura, nuestra sociedad y muy fuertemente también sobre la misma Iglesia.
Sin comunidad, nos sentimos distanciados, lejanos, virtualmente cercanos, pero físicamente pensamos que el otro es un enemigo, es amenaza a mi salud individual, un peligro del que debo cuidarme. A eso hemos llegado.
Más que nunca, la Iglesia necesita recuperar la experiencia de comunidad. No podemos vivir de eucaristías virtuales. La Iglesia tiene tan fuerza para sanar como los médicos, éstos sanan el cuerpo, pero no basta. La misión de la Iglesia, que significa comunidad, está en reunirse las personas para encontrarse, sentirse amados, rezar y celebrar juntos los misterios de nuestra fe. Debemos retornar cuanto antes a la celebración de los sacramentos, especialmente el de la Reconciliación y el de la Eucaristía. Debemos retornar cuanto antes a esa vida de la Iglesia. Los sacerdotes y diáconos, los catequistas y ministros extraordinarios de la eucaristía son tan trabajadores como otros trabajadores. Somos trabajadores de la viña del Señor y debemos recuperar nuestra misión.
Ahí están los que voluntarios que preparan la comida para los pobres. Miles de ellos forman parte de la pastoral social nacional. Y no es sólo cuestión de alimento material. También, con los gestos de solidaridad, se transmite la confianza, la cercanía, el afecto, la oración y la comunidad de fe.
La sanación espiritual, aunque invisible e imposible de verificar con medidas físicas, es tan indispensable para la sociedad, para las familias, para los tristes y deprimidos, en una palabra, para cada uno de nosotros. Se nos está imponiendo una manera de vivir contraria a la convivencia humana y se nos está reduciendo a número, a seres virtuales que dependen de podres ocultos, sin rostro, del Internet, del celular…todo virtual…
¡Pero, no! A imitación de tantos otros que se encuentran, como nuestra pastoral social, para ayudar a los necesitados, se impone cuanto antes salir de estas largas cuarentenas, por supuesto, con todos los cuidados sanitarios correspondientes, tanto a nivel de los templos que deben ser abiertos, como de las personas y grupos reducidos participando de las celebraciones. Estamos en conversación con las autoridades nacionales para abrir los templos y en grupos reducidos, con las precauciones sanitarias tanto personal como ambiental, poder celebrar los sacramentos. Sin duda, será una gran oferta de sanación para muchísimos cristianos.
El otro, desde el Evangelio, nunca fue un peligro para mí, es mi hermano, mi hermana, con quien comparto el rostro, la sonrisa, la alegría o alguna pena. ¡Qué pena que con su barbijo se desfigure su persona, pareciere que necesita esconderse detrás de una tela! ¡Qué triste situación de la nuestro país y de la humanidad!
Los primeros cristianos aprendieron a vivir en comunidad. Ahí es donde la fe crece y se robustece, en la comunidad. La enseñanza de los Apóstoles, tan expertos en haber convivido en comunidad con Jesús, es la fuente de la oración, del compartir y de la fracción del pan o eucaristía familiar.
Hoy, la comunidad cristiana se está organizando para la solidaridad con los pobres, cada parroquia o cada capilla está abocada a un programa de olla popular o de un comedor estable y diario para quienes tienen hambre. Este el momento de compartir. Sé que también se les ha distribuido unas macetas llenas de verduras y semillas para sembrar en la propia casa. De la tierra y del agua sale la comida. Qué bueno es pues, que cada hogar tenga su huertita y pueda compartir con los vecinos algo de su propiedad. Todos nos necesitamos.
Pidamos hermanos y hermanas la fe pascual, como María Santísima, sepamos vencer el miedo, el modo de cómo estamos poniendo en peligro de la fe de la iglesia, su comunidad como Cuerpo de Cristo.
+ Monseñor Edmundo Valenzuela
Arzobispo Metropolitano
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