Mensaje del Cardenal Adalberto Martínez Flores
23° Domingo Ordinario
Hermanas y hermanos en Cristo:
Muchas gracias P. Velazco y comunidad del Bañado Tacumbú por recibirme hoy en medio de ustedes para celebrar esta eucaristía de Acción de Gracias, día del Señor y fiesta de San Moisés, libertador del Pueblo de Israel.
Es para mí muy grato compartir con esta comunidad el mayor regalo que nos dejó el Señor: su Palabra, su Cuerpo y su Sangre y el testimonio de un amor preferencial por los humildes, por los pobres.
En esta parte de los bañados de Asunción viven más de 2500 familias, con sus sueños y esperanzas, con una vivencia alegre de su fe en Cristo, aún en medio de las múltiples carencias y de no pocos quebrantos y sacrificios; sobre todo, en los momentos difíciles y dramáticos de las inundaciones que producen gran angustia y sufrimiento en la población. Pero que también han revelado la fortaleza espiritual y el espíritu solidario entre vecinos que se consideran hermanos.
Sé también que la Iglesia ha estado presente y cercana en los diversos sectores de los bañados de Asunción, viviendo y sintiendo sus gozos y angustias, bajo el liderazgo espiritual de mi querido hermano y amigo, el P. Pedro Velazco, al igual que los que ya están intercediendo desde el cielo, los apóstoles de los pobres, el Pa´i Francisco de Paula Oliva y el P. Pepe Valpuesta, entre otros, cuyo testimonio y compromiso hacen presente en medio de la comunidad el rostro misericordioso del Padre.
En esta porción del Pueblo de Dios que habita esta parte de los bañados de Asunción existe una comunidad organizada que trabaja por el mejoramiento de las condiciones de vida de las familias, con acceso a la salud, con la capacitación para el empleo, con la construcción de viviendas dignas y con la incidencia en políticas públicas para el acceso a los servicios básicos y a infraestructura.
Todo esto es posible porque tienen dirigentes y líderes comunitarios que anteponen el bien común a sus intereses particulares. Así, demuestran que sí se puede construir una sociedad solidaria y fraterna, cuando existe liderazgo sano y altruista, y hay una comunidad dispuesta a participar y colaborar.
En la vida de esta comunidad, vemos que hay un esfuerzo para ser buenos cristianos, procurando ser fieles a las exigencias del seguimiento del Señor.
En el evangelio, hoy Jesús nos habla con firmeza. Su seguimiento es duro, es el camino de la cruz, del renunciamiento, del amor radical a Dios, sin excusas. Sin embargo, la Cruz no es una tragedia, sino pedagogía de Dios que nos santifica por medio del dolor para identificarnos con Cristo y hacernos merecedores de la gloria. No hay resurrección sin calvario.
Jesús no quiere engañar a nadie. Él sabe bien lo que le espera en Jerusalén, cuál es el camino que el Padre le pide que recorra: es el camino de la cruz, del sacrificio de sí mismo para el perdón de nuestros pecados.
San Gregorio Magno afirma que hay dos maneras de cargamos con la cruz del Señor: o cuando mortificamos la carne con la abstinencia, o cuando, compadecidos del prójimo, asumimos como nuestra la necesidad suya; pues quien muestra dolerse de la necesidad ajena, lleva la cruz en el alma.
Misericordia quiero, y no sacrificios, dice el Señor. A Dios le agrada toda obra de misericordia, porque en el hermano que ayudamos reconocemos el rostro de Dios que nadie puede ver (cf. Jn 1,18). Cada vez que nos hemos inclinado ante las necesidades de los hermanos, hemos dado de comer y de beber a Jesús; hemos vestido, ayudado y visitado al Hijo de Dios (cf. Mt 25,40). En definitiva, hemos tocado la carne de Cristo.
Santa Teresa de Calcuta, cuya fiesta recordamos mañana, 5 de septiembre, nos ayuda a entender mejor quiénes son los hermanos más pequeños a los que se refiere el Señor en el evangelio de Mateo.
En efecto, la santa defensora de los pobres expresa: “Cuando digo “el menor de mis hermanos” hablo no solo de los que sufren pobreza física, sino de quienes sufren soledad. Hablo de los necesitados no solo de comida, sino de la palabra de Dios. Aquellos que buscan justicia y amor. Los que piden huir de su ignorancia y recibir conocimientos. Aquellos que quieren llegar a la verdad. Los que más que ropa, buscan dignidad. Los que piden caricias en el cuerpo y el espíritu. Los que son víctimas del abuso y de la discriminación. Los que son abandonados e indigentes. Los que han perdido la esperanza, que es lo último que deberían perder. Los que creen haber perdido a Dios. Lo que caen en adicciones. Los que están presos”.
El camino del cristiano es la imitación de Jesucristo. No hay otro modo de seguirle que acompañarle con la propia cruz. La experiencia nos muestra la realidad del sufrimiento, y que éste lleva a la infelicidad si no se soporta con sentido cristiano. Pero, para ello, se requiere de la sabiduría de la que nos habla la primera lectura.
Si con humildad nos dejamos guiar por el Espíritu Santo, obtendremos la sabiduría necesaria para entender los designios de Dios y asumirlos con fe y con alegría.
Miremos nuestro entorno, ¡cuántos hombres y mujeres, jóvenes, niños sufren y están totalmente privados de todo! Esto no pertenece al plan de Dios. Cuán urgente es esta invitación de Jesús a morir a nuestros encierros, a nuestros individualismos orgullosos para dejar que el espíritu de hermandad triunfe, y donde cada uno pueda sentirse amado, porque es comprendido, aceptado y valorado en su dignidad (cfr. Francisco, homilía, 2019).
Nuestros encierros e individualismos nos llevan muchas veces a la indiferencia frente a determinados dramas que viven muchas familias y hogares que tienen a sus seres queridos, niñas, niños, adolescentes y jóvenes desaparecidos y cuyo paradero y destino son desconocidos, o tienen un final trágico, como podría ser el caso de José Miguel Ozuna, niño de 12 años, del barrio Santa Ana de Asunción, que llevaba desaparecido hace más de dos meses y cuyo cuerpo habría sido encontrado entre los camalotales. ¿Qué pasó con José Miguel?
¿Qué pasó con la pequeña Juliet, más conocida como Yuyú? Lleva más de dos años desaparecida. Y, según fuentes de la Policía Nacional, hay otros cientos de casos de desapariciones, especialmente de menores.
Las instituciones públicas responsables, Ministerio Público y Policía Nacional, entre otros, tienen la obligación de investigar las desapariciones de personas y determinar su paradero. La sociedad no puede ser indiferente a este flagelo y debe estar vigilante, porque muchos de los casos de desapariciones de niñas, niños, adolescentes y jóvenes podrían estar vinculados con el crimen de la trata de personas. Desde el cielo, el Señor Dios nos interpela: ¿Dónde está tu hermano?
La Iglesia enseña que nuestra fe en Cristo hecho pobre nos pide ser cercano a los pobres y excluidos y preocuparnos por su desarrollo humano integral.
La educación de calidad es la clave para romper el círculo vicioso de la pobreza. Mayor escolaridad significa desarrollo de capacidades y de oportunidades para acceder a mejores condiciones de vida. Por ello, como sociedad, necesitamos asumir el compromiso de que todo ciudadano, niña, niño, adolescente y joven permanezca en el sistema educativo, y obtenga la formación moral e intelectual que requiere para el acceso a una vida digna, plena y feliz.
El desarrollo humano integral requiere políticas públicas de protección social a la familia, ámbito esencial de cuidado de la vida en todas sus etapas; así como políticas públicas para el acceso a viviendas, educación, salud y empleo digno. En definitiva, se necesitan políticas de bien común que brinden a las familias oportunidades para una vida feliz.
En especial, los cristianos estamos llamados a ser instrumentos de Dios para la liberación y promoción de los pobres, que les permita integrarse plenamente a la sociedad y vivir con la dignidad de hijos de Dios y tener acceso a todos los derechos y beneficios que les corresponden como ciudadanos.
No escuchar el clamor de los pobres nos sitúa fuera de la voluntad del Padre y de su proyecto. La falta de solidaridad con los pobres afecta directamente a nuestra relación con Dios. No podemos decir que amamos a Dios, si no lo amamos concretamente en el prójimo que sufre.
La vida y el caminar de la Iglesia y de la comunidad del Bañado Tacumbú son un ejemplo de que nuestro compromiso con los pobres no se reduce exclusivamente a acciones o programas de asistencia. Se trata ante todo de una verdadera preocupación por su persona, que nos impulsa a buscar su bien. Esto implica valorar al pobre en su bondad propia, con su forma de ser, con su cultura, con su modo de vivir la fe.
Amar al pobre nos permite servirlo no por necesidad o por vanidad, sino porque lo estimamos de alto valor. Y esto diferencia la auténtica opción por los pobres de cualquier ideología, de cualquier intento de utilizarlos al servicio de intereses personales o políticos.
Todos y cada uno puede y debe preocuparse por los pobres y por la justicia social. “La conversión espiritual, la intensidad del amor a Dios y al prójimo, el celo por la justicia y la paz, el sentido evangélico de los pobres y de la pobreza, son requeridos a todos” (EG, 201).
La Madre Teresa de Calcuta decía: “A veces sentimos que lo que hacemos es tan solo una gota en el mar, pero el mar sería menos si le faltara una gota”.
La Iglesia, guiada por el Evangelio de la misericordia y por el amor al hombre, escucha el clamor por la justicia y quiere responder a él con todas sus fuerzas. Esto implica la cooperación para resolver las causas estructurales de la pobreza y para promover el desarrollo integral de los pobres, pero también significa estar presente en los gestos cotidianos de solidaridad ante las miserias muy concretas que encontramos.
La solidaridad es mucho más que algunos actos esporádicos de generosidad. También supone y significa una nueva mentalidad que piense en términos de comunidad, de prioridad de la vida de todos sobre la apropiación de los bienes por parte de algunos.
La inequidad, fruto del egoísmo, es la raíz de los males sociales. Es urgente y necesario resolver las causas estructurales de la pobreza. Los planes asistenciales, que atienden ciertas urgencias, solo deberían pensarse como respuestas pasajeras.
Una sociedad más justa y equitativa, donde impere el bien común, es tarea de la política y de los políticos. Por ello, exhorto a los laicos católicos y a las personas de buena voluntad que se dedican a la política y ocupan cargos de responsabilidad en las instituciones públicas y privadas, que les duela de verdad la sociedad, el pueblo, la vida de los pobres y que trabajen decididamente por el bien común y por la promoción humana integral de todos los que habitan el suelo patrio.
El mensaje del Evangelio es claro: quien no renuncia a sus bienes, a sus intereses mezquinos, quien no se despoja de su egoísmo y de la soberbia, no es cristiano, es decir, no es un seguidor de Cristo. El seguimiento de Cristo no acepta la tibieza ni la ambigüedad. Implica dejarlo todo y amarlo incondicionalmente.
El día del juicio final seremos juzgados por el amor (Mt, 25, 40). “Los pobres nos facilitan el acceso al cielo; por eso el sentido de la fe del Pueblo de Dios los ha visto como los porteros del cielo. Ya desde ahora son nuestro tesoro, el tesoro de la Iglesia, porque nos revelan la riqueza que nunca envejece, la que une tierra y cielo, y por la cual verdaderamente vale la pena vivir: el amor” (Francisco, Jornada Mundial de los pobres 2019).
Nos encomendamos a María, Madre de los pobres, para que nos enseñe y nos ayude en el seguimiento del Señor y a saber llevar nuestra cruz.
Así sea.
Asunción, 4 de septiembre de 2022, fiesta de San Moisés.
+ Mons. Adalberto Martínez Flores
Cardenal Arzobispo de la Santísima Asunción
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