Hermanas y hermanos en Cristo:

Dios te Salve María, llena eres de gracia… Bendita eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús… Ruega por nosotros, pecadores…

Al recitar esta oración en el santo Rosario, meditamos los misterios de la historia de salvación e invocamos a nuestra Madre para que nos acompañe en el combate cotidiano contra las tentaciones del demonio que quiere desalojar a Dios de nuestros corazones y hacer su morada en nosotros.

El evangelio que escuchamos nos deja ese mensaje. No podemos bajar la guardia frente al mal, pues, el demonio tiene muchas formas de seducir y engañar. Si rezamos el rosario todos los días, estamos acudiendo a nuestra principal protectora y abogada. Ella no duda en interceder ante su Hijo, Jesucristo, que no puede negarse al pedido de su Madre y nuestra Madre. Pero para que se produzca la intervención de Jesús, es necesario “hacer todo lo que él nos diga”. Es la lección que nos deja el pasaje bíblico de las bodas de Caná.

Y cuando más hagamos el bien, seremos tentados y siempre habrá quienes intenten desalentarnos, como lo hicieron con Jesús, a quien acusaron de actuar a favor del demonio.

Hoy, a la luz de este texto, todos estamos invitados a la conversión y a luchar, junto con Cristo, contra las propias tendencias al mal, también es cierto que nuestra conversión es siempre frágil, por eso necesitamos ponernos en las manos del Señor e invocamos la intercesión de la Virgen.

Cómo en las olimpiadas, el Señor nos invita a competir como atletas del Señor por el bien, la carrera por el camino de la vida, no por preseas humanas ni por los honores de las medallas.

¿No sabéis que en las carreras del estadio todos corren, mas uno solo recibe el premio? ¡Corred de manera que lo consigáis! Los atletas se privan de todo; y eso ¡por una corona corruptible!; nosotros, en cambio, por una incorruptible. Así pues, yo corro, no como a la ventura; y ejerzo el pugilato, no como dando golpes en el vacío, sino que golpeo mi cuerpo y lo esclavizo; no sea que, habiendo proclamado a los demás, resulte yo mismo descalificado”. (1 Cor 24-27)

Una condición fundamental para vencer al mal en la carrera o peregrinación en la vida es la fe que es fecunda en el amor. No es la ley la que nos salvará, tal como lo escuchamos en la primera lectura. Es la fe en Cristo que nos impulsa a “hacer lo que él nos dice”.

Él nos dice que lo esencial es el amor: Amor a Dios y amor al prójimo. En estos dos mandamientos fundamentales de nuestra fe se resumen la ley y los profetas.

Pero debemos estar vigilantes en la oración. Así nos dice el Señor: Manténganse despiertos y oren, para que la tentación no los venza. Porque es cierto que el espíritu está dispuesto, pero la carne es débil. (Mt 26,41). Mantenernos despiertos no es fácil; orar no es fácil. Es allí donde la Virgen viene a nuestro auxilio y pone en nuestras manos el rosario.

Rezar el rosario no solo es signo de nuestro amor a María, sino también manifestación de nuestra confianza en Ella. Es la confianza de los hijos en su Madre. Conocemos el lema de San Bernardo inscrito en los Santuarios de Schoenstatt: “Un hijo de María no puede perderse nunca”.

Donde está la Virgen María, allí está su Hijo. Por eso es que seguir a María es ir a Jesús. Rezar el Rosario es signo de nuestro amor a María, signo de nuestra vinculación con Ella y, por medio de Ella, con su Hijo Jesús. Meditando el Rosario, unimos los hechos agradables y tristes de nuestra propia vida con los misterios gozosos y dolorosos de la vida de Jesús y María.

Todos estamos llamados, a ser protagonistas en la construcción de un pueblo de paz, justicia y fraternidad,  especialmente en este año del laicado, a testimoniar y anunciar el mensaje de que «Dios es amor», de que Dios no está lejos o es insensible a nuestras vicisitudes humanas. Está cerca, está siempre a nuestro lado, camina con nosotros para compartir nuestras alegrías y nuestros dolores, nuestras esperanzas y nuestras fatigas. Nos ama tanto y hasta tal punto, que se hizo hombre, vino al mundo no para juzgarlo, sino para que el mundo se salve por medio de Jesús (cf. Jn 3, 16-17). Y este es el amor de Dios en Jesús, este amor que es tan difícil de comprender. María santísima, la gloriosa mujer de la historia de salvación, se nos presenta como modelo de santidad. Modelo de mujer y madre. Madre de Dios, porque madre del Hijo de Dios. El corazón de la Inmaculada latía al unísono del corazón de su hijo en su vientre, y así en toda su vida, constituyéndose en discípula y misionera del Señor Jesús.

La parroquia es familia de familias. Familias que oran de oración ancladas en la Palabra vivida, alimentada del Pan del Vida y los sacramentos son pilares que se sostienen y sostienen a la sociedad toda. Promotoras del bien social, promotoras del bien de nuestras comunidades.

La familia es un bien del cual la sociedad no puede prescindir, pero necesita ser protegida. La familia hostigada (bullying) y atacada por varios frentes ideológicos (anti familia)  y el rechazo a la voz de la Iglesia sobre la naturaleza misma de la familia y el matrimonio como unión entre un hombre y una mujer, sobre su indisolubilidad, el amor conyugal fiel y fecundo y la apertura a la vida. La misma familia debe ser testigo y educadora de su misión en muchos casos intransferible.

Estas verdades que profesamos y enseñamos nos recuerdan a una voz que “grita en el desierto” que, aunque no sea escuchada por algunos sectores, es necesario seguir proclamando anunciando sobre la necesidad de fortalecer esta célula,  pilar de la sociedad. En este nicho, se nutren y consolidad las vocaciones, la primera escuela de discípulos y misioneros. Formadora de personas y defensora de la vida humana. La familia misma sufre de asedios y amenazas sociales para desmembrarla.

Las adicciciones cómo las drogas, pandemias que nos asolan y aniquilan como una de las plagas más graves de nuestra sociedad, vinculadose a delitos y crímenes, hace sufrir a muchas familias, y no pocas veces termina destruyéndolas. La impunidad de los comerciantes de muerte, del nocivo micro y macro tráfico de estas substancias como caramelos sintéticos, afecta irreparablemente a los más vulnerables, a los niños, adolescentes y jóvenes. Rompe círculos de reciprocidad y de unidad. Algo semejante ocurre con el alcoholismo, el juego y otras adicciones donde la violencia familiar, los feminicidios y los abusos de los niños y adolescentes son heridas muy profundas que destruyen y desfiguran la dignidad humana. Y qué decir de los crímenes de corrupción donde los delincuentes y sicarios se organizan para destruir, herir y matar. Para amasar con sangre el pan sucio que darán de comer a sus propios hijos.

La familia, los padres, debe ser y recuperar su misión de prevención contra abusos de los pequeños, garantía y ayuda contención de afectos y el desarrollo integral de sus hijos. Pero han perdido fuerza en muchos casos. Notamos las graves consecuencias de esta ruptura en familias destrozadas, hijos desarraigados, ancianos abandonados, niños huérfanos de padres vivos, adolescentes y jóvenes desorientados en su propia identidad y sin reglas ni límites.

La fuente y referencia de los graves problemas que padecemos en la sociedad nacional es la quiebra de los valores morales, a la que ya se referían los obispos en 1979; esto significa la pérdida del horizonte moral en la mayoría de nuestros conciudadanos que, ya sea por acción o por omisión, contribuye o tolera la corrupción, que es como la gangrena que va enfermando el cuerpo social y priva de una vida digna y plena a los pobres al desviar los recursos que se necesitan para atender sus necesidades básicas de salud, educación, tierra, techo y trabajo, entre otras.

Ante esta situación de pérdida de los valores morales y en la pública incoherencia entre la vida de los bautizados y la fe en Cristo, la Iglesia tiene su cuota de responsabilidad. Esta grieta entre la fe y la vida de muchos bautizados evidencia que los valores del Evangelio no han permeado los criterios de juicio y la conciencia de los bautizados. Reconocemos con humildad que nuestra evangelización ha sido insuficiente o deficiente. Frente a esta realidad, nos corresponde pedir humildemente perdón, y perdón también por los daños y heridas causadas por miembros de la Iglesia a las personas más vulnerables quienes se han encomendado a nuestro cuidado y a quienes se les ha traicionado en su inocencia. Hacemos el firme propósito de una profunda conversión eclesial y pastoral para revertir y prevenir estas dolorosas e incoherentes situaciones para cumplir con fidelidad nuestra misión como Iglesia y sociedad desde los valores del Reino de Dios.

La esperanza y la alegría nos nace también del testimonio cristiano de tantos hermanos y hermanas, familias, laicos, hombres y mujeres de la Iglesia en el corazón del mundo, hombres y mujeres del mundo en el corazón de la Iglesia en el Paraguay,  consagrados a ser discípulos misioneros, que en el día a día profesan su fe y amor a Jesucristo, y luchan para sembrar la semilla del Evangelio, para crecer los frutos del Espíritu Santo, por un país mejor y generar nuevos horizontes de solidaridad y concordia entre hermanos.

La esperanza se apoya en la oración. En el Padre Nuestro rezamos: “Líbranos de todo mal”, es decir, del demonio y de sus tentaciones. Nos encomendamos a la intercesión de la Virgen del Rosario para que nos mantengamos atentos y vigilantes en la fe, la esperanza y la caridad, para que el demonio se aleje de nosotros y que nuestra vida sea fuente de bondad, de misericordia, de solidaridad y de fraternidad.

Así sea,

Luque, 7 de octubre de 2022

Cardenal Adalberto Martínez Flores, Arzobispo de la Santísima Asunción