SEGUNDO DOMINGO DE ADVIENTO, MISA VESPERTINA

LA TERNURA Y MISERICORDIA DE DIOS ES NUESTRO CONSUELO

Hermanas y hermanos en Cristo:

“Consuelen, consuelen a mi pueblo. Háblenle al corazón y díganle a gritos que ya terminó el tiempo de la esclavitud”, nos dice el profeta Isaías.

Les saludo con estas palabras del profeta en la primera lectura. El mayor consuelo que podemos recibir los cristianos es reunirnos en torno al altar del Señor para partir y compartir el Pan de la Eucaristía y el Pan de la Palabra, acompañados y al amparo de nuestra Madre, la Virgen de los Milagros de Caacupé.

Les visito como hermano y pastor que quiere transmitirles el consuelo de la ternura de Dios, el cariño y los saludos de la Iglesia que peregrina en el Paraguay. Nos motivan estas palabras del profeta Isaías porque ese es el querer de Dios, consolar a su pueblo. Y ustedes son pueblo de Dios.

Les hablo de corazón a corazón. Un corazón que entiende y aprecia entrañablemente a los compatriotas que viven, trabajan, sufren y gozan en algún rincón del continente americano o en otras latitudes. Hay millones de paraguayos dispersos por el mundo. Hace pocos días estuve visitando a nuestros compatriotas migrantes en San Pablo, Brasil. En muchas ocasiones, cuando se mencionan los países en los que hay migrantes paraguayos, el Brasil queda desapercibido, pero allí hay decenas de miles de paraguayos y paraguayas que han salido de nuestras tierras buscando mejores horizontes para ellos y para sus familias.

Yo también fui migrante aquí en Estados Unidos en mi juventud. Pero, en realidad, mirando mi historia personal y familiar, siempre estuve listo para poner la mochila al hombro y salir rumbo a un nuevo destino en nuestro propio país.

Precisamente, hoy estuve compartiendo esta parte de la historia de mi vida con los participantes del IV Seminario de Líderes Católicos aquí en Nueva York.

Les decía que, gran parte de mi vida he sido migrante: tanto en el extranjero, como en nuestro propio país. La emigración casi continua ha sido una experiencia vital, que ha marcado profundamente mi vida personal y mi fe. De hecho, desde niño he sido un itinerante en el Paraguay. En efecto, por el trabajo de mi padre en SENEPA, Servicio Nacional para la Erradicación del Paludismo, me ha tocado vivir en diversas ciudades y rincones del país, desde el inhóspito chaco paraguayo hasta las ubérrimas tierras del departamento de Caaguazú. Cuando fui ordenado presbítero y, posteriormente, obispo, seguí siendo un itinerante. A lo largo de mis 38 años de consagración presbiteral y 26 años de episcopado, he servido como pastor en varias parroquias de EE.UU. y de Asunción, así como en cinco, de las 15 jurisdicciones eclesiásticas que tiene el Paraguay.

Por eso les digo que les hablo de corazón a corazón y hago mías las palabras de Isaías para compartir con ustedes esta eucaristía y consolarnos mutuamente en la alegría de la espera para conmemorar la venida humilde del Hijo de Dios en la próxima Navidad, un niño que nació en una gruta, en medio de los animales, porque no había posada para la Sagrada Familia de Nazaret, y en su venida definitiva, como Señor revestido de gloria para el juicio en el final de los tiempos.

También compartimos el consuelo de tener una Madre, que nos ama, nos ampara, nos protege e intercede siempre por nosotros ante su Hijo, Jesucristo: Nuestra Señora de los Milagros de Caacupé, cuya fiesta celebramos ayer y que ha sido motivo de fiesta y de alegría en el Paraguay y en el mundo entero.

Y le decimos: “es tu pueblo, Virgen Pura, que te dio su amor y fe; dale tú paz y ventura en tu edén de Caacupé”. En donde haya un paraguayo o paraguaya, en cualquier rincón del planeta, habrá una imagen de la Virgen de Caacupé con una vela encendida y el corazón henchido de nostalgias, pero lleno de gratitud, elevará una plegaría, un Ave María, el rezo del santo rosario o una celebración litúrgica, como la que tenemos hoy aquí.

Hoy, en el contexto del segundo domingo de Adviento, como comunidad paraguaya, tenemos muy presente a María en su advocación de Tupasy Caacupé.

El adviento es el tiempo litúrgico en el que se pone felizmente de relieve la relación y cooperación de María en el misterio de la redención. Ello brota desde dentro de la celebración misma y no por superposición ni por añadidura devocional.

La solemnidad de la Inmaculada Concepción, celebrada al comienzo del adviento (8 diciembre), no es un paréntesis o una ruptura de la unidad de este tiempo litúrgico, sino parte del misterio. María inmaculada es el prototipo, el modelo, de la humanidad redimida, el fruto más espléndido de la venida redentora de Cristo.

El tiempo de Adviento es un tiempo de un verdadero consuelo. No es el consuelo de la multiplicación de las fiestas sin sentido que celebran Navidad, pero con la ausencia de Cristo y no porque él no quiera estar, sino porque se le destierra de muchos lugares. No es el consuelo de quien con la droga o con el alcohol o con el dinero, busca olvidar sus penas.

Es el consuelo de quien se sabe amado por Dios a pesar de las caídas y tropiezos, a pesar de los llantos y dolores. El amor de Dios es más grande y en Él encontramos nuestro consuelo. Hoy también debemos recobrar la dignidad de verdaderos hijos de Dios que nos está buscando para hacernos sentar a la mesa del banquete en la participación de su Reino.

Cuando el Señor se acerca nos da esperanza. Abre siempre una puerta. Cuando el Señor se acerca a nosotros, no cierra puertas, sino que, cuando viene, viene con las puertas abiertas. El Señor nos consuela y nos fortalece con la esperanza, para seguir adelante. Y lo hace con una cercanía especial a cada uno de nosotros.

Como un pastor que apacienta el rebaño, el Señor reúne con su brazo los corderos y los lleva sobre el pecho; cuida él mismo a las ovejas de su rebaño. Las conoce a cada una por su nombre. Es la imagen de la ternura. El Señor nos consuela con ternura. El Señor, el gran Dios, no tiene miedo de la ternura. Él se hace ternura, se hace niño, se hace pequeño; toma nuestra condición humana, se hace carne, se hace uno de nosotros. Esto debe ser para nosotros un consuelo, motivo de paz y de gozo, porque cada uno de nosotros es muy, muy importante para el Señor, quien nos ayuda en el camino de la vida dándonos la esperanza.

El gran protagonista de esta historia es el Señor. Es quien hace proclamar el fin de los sufrimientos del exilio y el retorno glorioso del pueblo hacia su tierra. ¿No es acaso, este mensaje, una gran y buena noticia para todos aquellos que sueñan y esperan volver a reunirse con su familia, amigos y comunidad, en nuestro querido Paraguay?

Hoy también sigue actuando el Señor y también nos exige que hablemos al oído y al corazón de nuestro pueblo con palabras de consuelo. Hoy también nos pide que digamos a todas las gentes que el amor de Dios no tiene fin y que es más grande que todas nuestras adversidades. Consolar al pueblo, es la invitación de este día.

El Papa Juan Pablo II en la homilía de canonización de San Roque González de Santa Cruz, (16 de mayo de 1988) El corazón incorrupto del padre Roque González de Santa Cruz constituye una imagen elocuente del amor cristiano, capaz de superar todos los límites humanos, hasta los de la muerte. Ese corazón nos habla hoy: para alentarles a hacer que esta fe sea verdaderamente operativa. Que su amor a Dios fructifique en un amor al prójimo capaz de derribar todas las barreras de división y crear un sentido de verdadera solidaridad y de caridad en el Paraguay de hoy. Amor que se hace perdón y reconciliación. Supera los límites de egoísmos y desvalorización del otro. Concordia y no discordia. Compañeros de viaje se ayudan y reman es la misma dirección. No a la división que trae rupturas y enojos. ¡Anive ñarorãirõ  anive jaiko vai  torýpe ñamba’apo  taimbarete ñande Paraguái!

El Evangelio es Buena Noticia. El cristiano es buena noticia. Esperamos la venida del Salvador. Sabemos que la próxima venida será permanente. Pero Él está viniendo, y llegando sin cesar. Y no es ya el Señor solo, sino el Señor en su Reino. El Reino es el que viene, y viene cada día, ayudado por cada uno de nuestros pequeños gestos, por los latidos de nuestra esperanza comprometida con el Reino.

Que esta devoción a la Virgen de Caacupé se constituya en una oportunidad para ser como ella, discípulos del Señor, cristianos auténticos, por nuestra fidelidad a la Voluntad de Dios, cumpliendo su palabra.

Por María, llegamos a Jesús. María nos enseña el camino: “Hagan todo lo que él les diga”.

Que la Inmaculada Concepción, la Virgen de los Milagros de Caacupé, nos bendiga y nos proteja.

Así sea.

 

Nueva York, Estados Unidos de América, 9 de diciembre de 2023.

+ Adalberto Cardenal Martínez Flores
Arzobispo Metropolitano de Asunción
Presidente de la Conferencia Episcopal Paraguaya