Homilía en la recordación de los difuntos en tiempo de pandemia 

15 de mayo del 2021

 

Queridos Hermanos y Hermanas

Les agradezco su presencia para compartir en este momento la celebración eucarística que acompaña a las familias que han sufrido un ser querido y que, por los condicionamientos impuestos en este tiempo de pandemia, no han podido despedirse ni encomendarlo a la misericordia de Dios.

Les invito a meditar los textos bíblicos que fueron proclamados hoy para nosotros comprender el sentido de la vida y de la muerte.

Del Apocalipsis, 21, 1-7

Nos presenta la primera visión de la Jerusalén celestial. “El ojo no ha visto, el oído no ha oído lo que Dios ha preparado para los que lo aman” (1Cor 2,9). La Biblia empezaba con una visión de la primera creación, en la que Dios, en el espacio florido del Edén, conversaba con el hombre, su amigo. El Apocalipsis finaliza con una visión más hermosa en que se desborda primero el gozo de Dios: Ahora todo lo hago nuevo (6). Se ha construido la ciudad santa y definitiva de la humanidad.

Nos ha hablado del Cielo nuevo y tierra nueva. El cuerpo resucitado de Cristo es el principio de este universo nuevo, espiritual y material, que esperamos. Ahora su poder de resurrección ha transformado el mundo entero. No será un paraíso para “almas” aisladas ni para puros ángeles, sino una ciudad de hombres: todos han llegado a ser totalmente hijos de Dios: él será hijo para mí.

Entonces, enjugará las lágrimas. Dios habita en medio de los hombres y derrama en ellos su felicidad. Los sufrimientos que llenaron tantas vidas, las torturas de los mártires, el dolor íntimo de los pecadores arrepentidos, todo se acabó. Gozo y paz que no se pueden dar en ningún lugar de la tierra, pero sí en el seno de Dios.

El evangelio de San Juan nos presenta a Lázaro resucitado. Es el anuncio de Jesús muerto y resucitado, y el evangelista ve la prueba de eso en el hecho de que este milagro precipitó la detención del Señor. Desde la primera palabra sabemos que se trata de un enfermo, es decir, de un hombre que espera su salvación.

Hacía ya más de un siglo que los judíos religiosos, y los fariseos, sobre todo, creían en una resurrección, pero la idea que de ella tenían era muy vaga: la resurrección ¿era para todos? Con seguridad, solo resucitarían los judíos. Los Esenios de Qumrán creían que los muertos del pasado vendrían, como si fueran espíritus, a rodear a la comunidad de los vivos de la última generación, los que ya no morirían.

De las palabras de Jesús se desprenden dos certezas: por una parte, los que creen en él poseen desde ya, a oscuras, la vida eterna; y por otra parte él toma sobre sí la resurrección del género humano.

Esta última es una de las obras divinas que nos autorizan para reconocer en Jesús “El Señor”: la palabra aparece siete veces en este capítulo, siendo que, en la realidad, todas estas personas llamaban a Jesús: “el Maestro”.

Reflexión sobre el cambio de duelo y de acompañamiento a nuestros seres queridos fallecidos.

Hemos sido golpeados duramente durante esta pandemia, en nuestra tradición de dar sepultura a nuestros seres queridos que han pasado de esta vida a la vida eterna. El sentido de familia reunida para despedir a la persona amada se la recuerda con varios gestos de la tradición, que surgen de la enseñanza de las obras de misericordia: “enterrar a los muertos”. Así en los velatorios, la presencia de los familiares es signo de comunión y de amor, reconociendo la historia del ser querido y rezando juntos por su eterno descanso. Los pésames son palabras de consuelo y de cariño. Y antes de cerrar el féretro, las expresiones de cariño, el beso, el abrazo y el llanto manifiestan la dignidad de la persona, su separación es una enorme ruptura que dejará un gran vacío en la familia. Luego el acompañamiento al cementerio, las oraciones de despedida, las flores que se esparcen en su tumba.

Luego, el novenario donde se prepara el altar con siete gradas, recordando los siete sacramentos o los dones del Espíritu Santo. Al término, el infaltable “karú guasú” que reúne a los familiares para la despedida final.

El COVID, en este tiempo tan raro, nos ha cambiado la forma de acompañar a nuestros seres queridos fallecidos. Entramos en un conflicto en torno a la tradición de los velorios, las exequias litúrgicas, las condolencias de familiares y el luto.

La gente no pudo despedirse del cuerpo del fallecido, pero muchos han aprovechado las redes sociales para hacer memoria de ellos como si aún estuvieran vivos.

La muerte está siendo el protagonista de las crónicas en este año terrible, tomó por sí mismo el protagonismo de nuestras vidas, se está mostrando en todo su poder.

Hemos conocido las lágrimas de familias que no pudieron ni despedirse de los miembros amados, que fueron amados primero por Dios y luego, han sido madre, padre, hermano, hermana, pariente a quien despedir con la oración y el afecto familiar.

Mientras tanto, durante estos meses de enero hasta hoy, mes de mayo, fuimos inundados con una avalancha de números sobre los muertos, quienes han pasado de una vida normal a la inesperada muerte y llevados casi a escondidas al cementerio o a ser cremados.

Nos queremos distanciar de la furia del virus para reflexionar, analizar y entender mejor. Hemos experimentado muertes rápidas, impredecibles, en la que sus familiares se han mantenido lejos de la escena final. El no haber podido acercarse a la cama donde nuestro familiar, nuestro amigo estaba muriendo, no haber podido decir adiós, no haber podido celebrar su funeral, no poder recibir los abrazos y el consuelo de amigos y familiares.

Sin duda, toda esta realidad ha impactado con efectos dolorosos la vida psíquica y espiritual de muchas familias y que necesitan intervenciones terapéuticas y consuelo moral y espiritual, para expresarles las condolencias ante un duelo tan difícil.

La imposibilidad de realizar nuestra tradición con gestos y rituales según la tradición cristiana representó una enorme herida, un desgarro intolerable de nuestra forma de velar por los muertos y como sociedad hemos sentido un cierto atropello a nuestra identidad histórica porque ni siquiera se ha podido llorar a nuestros muertos. Hemos sufrido la falta de nuestras costumbres funerarias, las exequias y entierros normales.

También la pandemia representó una amenaza real a la integración social fundada sobre el culto a los muertos. Lamentamos que en nuestra sociedad tan cristiana no pudimos evitar el hundimiento de la convivencia familiar y no pudimos proteger una tradición de las más sagradas, como es el enterrar a los muertos con dignidad cristiana y en la esperanza de la vida eterna.

¿Se ha querido negar la muerte, haciéndola invisible y distante, quitándola de nuestra vista? ¿Es admisible la delegación total a las empresas funerarias del cuerpo de los muertos quitándoles a las familias y a los niños el ver y tocar a sus muertos, hasta que estén dentro del ataúd? ¿Estamos encaminados a hasta no expresar las condolencias, como si estuviéramos queriendo negar la muerte? Eso no significa olvidar a los muertos, olvidar que existían.

En esta celebración queremos denunciar la inhumana imposición que se nos impuso imposibilitándonos a realizar los gestos y los ritos tan humanos para despedir honrosamente a nuestros seres queridos. Ellos ya viven para Dios, para siempre. Hoy los recordamos que sobreviven en nuestra historia. No basta tener sus nombres en las páginas de Facebook con fotos, mensajes, súplicas, oraciones. Sus almas descansan en paz, Cristo Jesús ha muerto y resucitado para darles también a ellos, como dice San Pablo “si vivimos, en Cristo vivimos, si morimos, en Cristo morimos. Tanto en vida como en muerte para Dios vivimos
y morimos”. La resurrección de los muertos, como profesamos en el Credo, es una clave de nuestra esperanza.

¿Cuál es el sentido de la última pascua del cristiano?

Debemos partir de la resurrección de Cristo el Señor. El misterio de la resurrección de Cristo es un acontecimiento real que tuvo manifestaciones históricamente comprobadas como lo atestigua el Nuevo Testamento. Ya san Pablo, hacia el año 56, puede escribir a los Corintios: “Porque os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se apareció a Cefas y luego a los Doce: “(1 Co 15, 3-4). El apóstol habla aquí de la tradición viva de la Resurrección que recibió después de su conversión a las puertas de Damasco (cf. Hch 9, 3-18).

La Resurrección de Cristo no fue un retorno a la vida terrena como en el caso de las resurrecciones que él había realizado antes de Pascua: la hija de Jairo, el joven de Naím, Lázaro. Estos hechos eran acontecimientos milagrosos, pero las personas afectadas por el milagro volvían a tener, por el poder de Jesús, una vida terrena “ordinaria”. En cierto momento, volverán a morir. La Resurrección de Cristo es esencialmente diferente. En su cuerpo resucitado, pasa del estado de muerte a otra vida más allá del tiempo y del espacio. En la Resurrección, el cuerpo de Jesús se llena del poder del Espíritu Santo; participa de la vida divina en el estado de su gloria, tanto que san Pablo puede decir de Cristo que es “el hombre celestial” (cf. 1 Co 15, 35-50).

A la luz del misterio pascual, de la muerte y resurrección de Cristo, es cómo podemos comprender el sentido cristiano de la muerte. Dice San Pablo: El cristiano que muere en Cristo Jesús “sale de este cuerpo para vivir con el Señor” (2 Co 5,8).

El día de la muerte el cristiano inaugura la plenitud de su nuevo nacimiento recibido en el bautismo, conferido por la Unción del Espíritu y participado en el banquete del Reino anticipado en la Eucaristía. La Iglesia ha llevado sacramentalmente en su seno al cristiano durante su peregrinación en la tierra, lo acompaña al término de su peregrinar entregándolo “en manos del Padre” y deposita con esperanza, el germen del cuerpo que resucitará en la gloria (cf 1 Co 15,42-44).

¿Qué son las exequias? Son una celebración litúrgica eclesial, donde la Iglesia expresa la comunión eficaz con el difunto, mediante la participación en esa comunión a la asamblea reunida para las exequias y anunciarle la vida eterna. Estos ritos expresan el carácter pascual de muerte cristiana. Las exequias se pueden celebrar en la casa, en la iglesia y en el cementerio, según importancia que presten la familia, las costumbres locales, la cultura y la piedad popular.

Conviene siempre que haya la acogida de la comunidad, se anuncie la liturgia de la Palabra y siempre que se pueda, celebrar el sacrificio eucarístico en la Iglesia. Entonces la Iglesia expresa su comunión eficaz con el difunto: ofreciendo al Padre el sacrificio de la muerte y resurrección de Cristo, pide que su hijo sea purificado de sus pecados y de sus consecuencias y que sea admitido a la plenitud de la mesa del Reino. Celebrando de esta manera, la familia del difunto aprende a vivir en comunión con quien “se durmió en el Señor”, comulgando con el Cuerpo de Cristo, de quien es miembro vivo, y orando luego por él y con él.

Hoy nos hemos reunido para todo esto. Y expresar comunitariamente nuestro “adiós” a los difuntos, recomendándolos a Dios por la Iglesia. La comunidad y la familia despide a uno de sus miembros antes que su cuerpo se llevado a su sepulcro.

De esta manera, con el saludo final se reza por su partida de esta vida y por su separación, teniendo presente que existe una comunión y una reunión, pues todos recorremos el mismo camino y nos volveremos a encontrar en un mismo lugar. Aunque aparenta la separación, sabemos que vivimos para Cristo y ahora estamos unidos a Cristo, yendo hacia Él, esperando estar todos juntos en Cristo.

Que el Señor Resucitado, a quien vitoreamos con fuerza y aleluyas en este tiempo pascual, reciba en las moradas eternas a todos nuestros seres queridos fallecidos durante la pandemia. Que la Mujer gloriosa del cielo las acoja como madre de millares de hijos amados para siempre, sin lágrimas ni dolor, sino en el gozo de la felicidad eterna de Dios.

 

 

+ Edmundo Valenzuela, sdb

Arzobispo Metropolitano de la Santísima Asunción