Homilía de apertura del novenario a Nuestra Señora de la Asunción

Sábado 6 de agosto de 2022

El Concilio Ecuménico Vaticano II marcó una etapa decisiva en la maduración de esta conciencia. Con el Concilio, en la Iglesia llegó verdaderamente la hora del laicado, y numerosos fieles laicos, hombres y mujeres, han comprendido con mayor claridad su vocación cristiana, que, por su misma naturaleza, es vocación al apostolado (cf. Apostolicam actuositatem, 2). Cincuenta y siete años después de su conclusión, les insto:  es necesario volver al Concilio. Hay que volver a leer los documentos del Vaticano II para redescubrir su gran riqueza de estímulos doctrinales y pastorales.

En particular, deben releer esos documentos ustedes, los laicos, a quienes el Concilio abrió extraordinarias perspectivas de participación y compromiso en la misión de la Iglesia. ¿No les recordó el Concilio la participación en la función sacerdotal, profética y real de Cristo? Los padres conciliares les confiaron, de modo especial, la misión de “buscar el reino de Dios ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según Dios” (cf. Lumen gentium, 31).

Desde entonces se ha producido un gran florecimiento de asociaciones, en el que, además de los grupos tradicionales, han surgido nuevos movimientos, asociaciones y comunidades (cf. Christifideles laici, 29). Por eso el apostolado de ustedes hoy es más indispensable que nunca para que el Evangelio sea luz, sal y levadura de una nueva humanidad.

Pero ¿qué implica esta misión? ¿Qué significa ser cristianos hoy, aquí y ahora?

Ser cristianos jamás ha sido fácil, y tampoco lo es hoy. Seguir a Cristo exige valentía para hacer opciones radicales, a menudo remando contra corriente. “¡Nosotros somos Cristo!”, exclamaba san Agustín. Los mártires y los testigos de la fe de ayer y de hoy, entre los cuales se cuentan numerosos fieles laicos, demuestran que, si es necesario, ni siquiera hay que dudar en dar la vida por Jesucristo.

Pero, ¿dónde encontrarán su fuerza los laicos? En la Eucaristía.  Si la Iglesia vive de la Eucaristía, la vida cristiana también vive, se nutre, de la Eucaristía. Sin Eucaristía no hay Iglesia, no hay vida cristiana.

En Abitina, pequeña localidad de la actual Túnez, 49 cristianos fueron sorprendidos un domingo mientras, reunidos en la casa de Octavio Félix, celebraban la Eucaristía desafiando así las prohibiciones imperiales.

Tras ser arrestados fueron llevados a Cartago para ser interrogados por el procónsul Anulino. Fue significativa, entre otras, la respuesta que un cierto Emérito dio al procónsul que le preguntaba por qué habían transgredido la severa orden del emperador.

Respondió: “Sin el domingo no podemos vivir”; es decir, sin reunirnos en asamblea el domingo para celebrar la Eucaristía no podemos vivir. Nos faltarían las fuerzas para afrontar las dificultades diarias y no sucumbir.

Después de atroces torturas, estos 49 mártires de Abitina fueron asesinados. Así, con el derramamiento de la sangre, confirmaron su fe. Murieron, pero vencieron; ahora los recordamos en la gloria de Cristo resucitado. Murieron mártires por ir a misa el domingo.

A este propósito, este año del laicado invita a todos a un serio examen de conciencia y a una continua renovación espiritual, para realizar una acción misionera cada vez más eficaz. El Papa Pablo VI, escribió en la exhortación apostólica Evangelii nuntiandi:  “El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los testigos que a los maestros (…), o si escucha a los maestros es porque son testigos” (n. 41).

Esas palabras tienen validez también hoy para una humanidad rica en potencialidades y expectativas, pero amenazada por múltiples insidias y peligros. Basta pensar, en las dificultades existentes para tutelar la paz, la justicia, la solidaridad, la honestidad; en la extensa red de las comunicaciones y en los dramas de la soledad y de la violencia que registra la noticia diaria.

Hermanos, como testigos de Cristo, están llamados, especialmente ustedes, a llevar la luz del Evangelio a los sectores más importantes de la sociedad. Están llamados a ser profetas de la esperanza cristiana y apóstoles de aquel “que es, que era y que viene, el Omnipotente” (Ap 1, 4).

“La santidad es el adorno de tu casa” (Sal 92, 5). La santidad sigue siendo para los creyentes el mayor desafío. Debemos estar agradecidos al concilio Vaticano II, que nos recordó que todos los cristianos están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad.

Queridos hermanos, no tengan miedo de aceptar este desafío: ser hombres y mujeres santos. No olviden que los frutos del apostolado dependen de la profundidad de la vida espiritual, de la intensidad de la oración, de una formación constante y de una adhesión sincera a las directrices de la Iglesia. Les repito, si son lo que deben ser, es decir, si viven el cristianismo auténtico, íntegro, podrán incendiar el mundo.

Les esperan tareas y metas que pueden parecerles superior a las fuerzas humanas. No se desanimen. “El que comenzó entre ustedes la obra buena, la llevará adelante” (Flp 1, 6). Mantengan siempre fija la mirada en Jesús. Hagan de él el corazón del mundo.

En el Año del Laico, reivindicamos su misión como la tarea de desarrollar sus capacidades en la cultura, en la ciencia, en las artes, en la economía, en la política, en los medios de comunicación y en la familia.

A pesar del dolor de nuestras pérdidas, tenemos el deber cristiano de levantarnos y marchar; de trabajar y hacer bien las cosas, cada uno en nuestras áreas, de contagiar esperanza a los demás, de levantarnos nuevamente si volvemos a tropezar, y de avanzar siempre en la formación de nuestra integridad física, moral y espiritual, de promover el servicio a los demás, en nuestra madre Iglesia y en el Paraguay entero. No existe fuerza terrenal que pueda detenernos en este propósito, pues “si Dios está con nosotros quién podrá contra nosotros” (cf. Rom 8,31). Así sea.

 

+ Mons. Ricardo Valenzuela

Obispo de la Diócesis de Caacupé